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Recibido: 14-01-2021
Aprobado: 01-07-2021
Nataly Macana Gutiérrez
La violencia sexual se ha convertido en los últimos 40 años en un fenómeno social relevante que ha moldeado el campo del control del delito en Colombia desde los tres niveles de criminalización. La forma como socialmente se ha respondido a esta violencia corresponde al denominado giro punitivo que se ha vivido en el sur global. La respuesta estándar a este tipo de conductas es el populismo punitivo como categoría analítica. Sin embargo, desde la sociología del castigo y comprendiendo el castigo como una institución social compleja se puede entender este fenómeno en sus dimensiones culturales, políticas, sociales e históricas, entre otras. En virtud de ello, el presente artículo presenta una revisión de la literatura alrededor de los postulados teóricos de la sociología del castigo y, la forma como el castigo se ha configurado alrededor de los delitos sexuales en Colombia. La metodología empleada fue cualitativa y se sustento en la revisión de fuentes primarias. A partir de esta revisión de literatura se pudo establecer como el castigo y los mecanismos de control penal varían dependiendo de los cambios en la concepción moral, cultural y social de las diversas conductas y del castigo mismo.
In the last 40 years, sexual violence has become a relevant social phenomenon that has shaped the field of crime control in Colombia from the three levels of criminalization. This phenomenon social address corresponds to the so-called punitive turn that has been experienced in the global south. The standard response to this type of phenomenon is punitive populism as an analytical category. However, from the sociology of punishment and understanding punishment as a complex social institution, this phenomenon can be understood in its cultural, political, social, and historical dimensions, among others. This article presents a review of the literature around the theoretical postulates of the sociology of punishment and the way in which punishment has been configured around sexual crimes in Colombia. The methodology used was qualitative and was based on the review of primary sources. From this literature review it was possible to establish how punishment and criminal control mechanism vary depending on the changes in the moral, cultural and social conception of the various behaviors and the punishment itself.
Nos últimos 40 anos, a violência sexual tornou-se um fenômeno social relevante que moldou o campo do controle da criminalidade na Colômbia a partir dos três níveis de criminalização. A forma pela qual esta violência tem sido respondida socialmente corresponde à chamada virada punitiva que tem sido experimentada no Sul global. A resposta padrão a este tipo de comportamento é o populismo punitivo como uma categoria analítica. Entretanto, a partir da sociologia da punição e da compreensão da punição como instituição social complexa, é possível entender este fenômeno em suas dimensões cultural, política, social e histórica, entre outras. Em virtude disso, este artigo apresenta uma revisão da literatura sobre os postulados teóricos da sociologia da punição e a forma como a punição tem sido configurada em torno dos crimes sexuais na Colômbia. A metodologia utilizada foi qualitativa e se baseou em uma revisão das fontes primárias. A partir desta revisão bibliográfica foi possível estabelecer como a punição e os mecanismos de controle penal variam em função das mudanças na concepção moral, cultural e social das diferentes condutas e da própria punição.
Au cours des 40 dernières années, la violence sexuelle est devenue un phénomène social important qui a façonné le domaine de la lutte contre la criminalité en Colombie à partir des trois niveaux de criminalisation. La manière dont la société a réagi à cette violence correspond à ce que l'on appelle le tournant punitif qui s'est produit dans les pays du Sud. La réponse standard à ce type de comportement est le populisme punitif en tant que catégorie analytique. Cependant, à partir de la sociologie du châtiment et de la compréhension du châtiment en tant qu'institution sociale complexe, il est possible de comprendre ce phénomène dans ses dimensions culturelles, politiques, sociales et historiques, entre autres. En vertu de cela, cet article présente une revue de la littérature sur les postulats théoriques de la sociologie de la punition et la façon dont la punition a été configurée autour des crimes sexuels en Colombie. La méthodologie utilisée était qualitative et reposait sur un examen des sources primaires. Cette revue de la littérature a permis d'établir comment la punition et les mécanismes de contrôle pénal varient en fonction des changements dans la conception morale, culturelle et sociale des différents comportements et de la punition elle-même.
El artículo que se presenta expone una revisión teórica sobre el castigo como institución social. Esta corriente teórica permite evidenciar con mayor claridad la relación que se genera entre el castigo, el individuo y el colectivo social, perspectiva que se distorsiona cuando se ve a la pena como una institución exclusivamente jurídica. Así mismo, la revisión de la literatura alrededor del castigo como institución social permite realizar análisis con mejores herramientas frente al giro punitivo que ha experimentado Colombia con relación al fenómeno de violencia sexual y, cuestionar de esta forma la explicación estándar frente a las medidas adoptadas, las cuales suelen ser reducidas al populismo punitivo.
El caso del fenómeno de violencia sexual resulta un escenario que permite la discusión tanto del giro punitivo como del castigo como institución social, máxime si se tiene presente que en los últimos 40 años se han llevado a cabo en el ordenamiento jurídico una serie de reformas legislativas que han afectado los tres niveles de criminalización. La criminalización primaria3 se ha visto afectada a través de la tendencia al aumento de los marcos punitivos en los delitos que afectan la libertad sexual- ya sea en el mínimo o máximo de la pena, como sucede con el Acto Legislativo 01 de 20204 -; con la penalización de nuevas conductas por considerar que afectan el bien jurídico de la libertad y formación sexual, como es el caso de las conductas relacionadas con la explotación sexual de menores5 o la omisión de denuncia6 o, cuando se generan leyes que amplían el término de la prescripción como en el caso de la Ley 2081 de 20217 y se restringen garantías procesales (Aponte, 2008; Sotomayor, 2008, 2011; Sotomayor y Tamayo, 2014; Ariza e Iturralde, 2018).
Ahora bien, la afectación de la criminalización secundaria se puede evidenciar en el aumento de casos que llegan al sistema ordinario. De esta forma, y con relación a los delitos contra la libertad sexual, el sistema de datos abiertos de la Fiscalía General de la Nación señala que entre 2010 y 2021 se han presentado 204.675 procesos entre activos e inactivos por conductas relacionadas a la vulneración de este bien jurídico. Esto muestra cómo los cambios en la criminalización primaria, que no van acompañados de un robustecimiento del aparato penal, generan una sobrecarga sobre el sistema procesal (Comisión Asesora de Política Criminal, 2012). Con relación a la criminalización terciaria9 , los efectos del giro punitivo han conducido al crecimiento sostenido de la tasa de personas privadas de su libertad durante las últimas tres décadas (Hernández, 2018). En el caso de la violencia sexual, el aumento ha sido del 91% entre 1981 y 2019, según las cifras recolectadas por la Policía Nacional (Policía Nacional, 2008, p. 226; 2009, p. 27; 2010, p. 28; 2011, p. 46; 2012, p. 57; 2013, p. 36; 2014, p. 37; 2015, p. 141; 2016, p. 24; 2017, p. 44; 2018, p. 100; 2019, p. 62; Dirección de Investigación criminal e Interpol, 2020).
Frente a este fenómeno, la explicación estándar ha sido el populismo punitivo (Moncayo, 2018; Tamayo, 2016; Torres, 2010). A través de esta categoría se ha sostenido que el giro punitivo en Colombia y en América Latina responde a la intersección entre la necesidad de legitimación de las medidas del control del delito “desde abajo” y, el aumento en la severidad del castigo que responde a demandas sociales fundadas en el “sentimiento público” y, que son aprovechadas por las elites políticas (Sozzo, 2007, p. 97). Este concepto también cumple una función crítica frente a la adopción de ciertas medidas en el campo del control del delito por parte de la rama legislativa, como es el caso de la adopción de la cadena perpetua (Uprimny, 2016).
Sin embargo, el uso del argumento del populismo punitivo como explicación del giro punitivo en Colombia resulta insuficiente para explicar el surgimiento de nuevas sensibilidades políticas, de corte punitivo, frente a delitos como la violencia sexual. De esta forma, Tamayo (2016) señala que el uso del término populismo punitivo como una categoría analítica que busca explicar las tendencias actuales en el campo del control del delito, en muchas ocasiones termina conduciendo a un análisis limitado sobre el castigo en sociedades como la colombiana. En virtud de ello, el uso de esta categoría por parte de diversos actores10 dentro del sistema impide realizar un análisis frente a la relación de las emociones sociales y el castigo. Esto se puede explicar en la medida en que el derecho penal liberal ha concebido el sistema sobre la base de la idea de la acción racional excluyendo, de esta forma, a las emociones del campo del derecho penal (Tamayo, 2016, p. 24)
De esta forma, Tamayo señala que reducir la explicación con relación al giro punitivo a la explotación por parte de ciertos discursos políticos de las emociones no es sólo un lugar común, sino que simplifica el impacto de estas sensibilidades en la adopción de medidas de política criminal (Tamayo, 2016, p. 24). El empleo de esta categoría en la evaluación de las medidas que se adoptan dentro del campo del control del delito conduce a pensar el delito y el castigo como “realidades neutras, lo cual conlleva olvidar que estos son una construcción social en la que la sola presencia del castigo como respuesta al delito muestra lo emotivo del manejo social de la desviación criminal” (Tamayo, 2016, p. 25).
Es por ello por lo que el uso del término populismo punitivo cierra el espectro del análisis de las emociones con relación a las categorías delito y castigo. Esto resulta problemático en la medida en que esta relación que se construye entre el individuo, el colectivo social y el sistema del control del delito es en sí misma política (Tamayo, 2016). Por lo cual, no se puede entender el control del delito como una simple cuestión técnica, sino que se debe analizar como un componente esencial de la vida en sociedad. En este sentido, resulta necesario replantearse el castigo y empezar a comprenderlo más que como una consecuencia de la aplicación de una norma, como una institución social compleja (Garland, 1999).
Este planteamiento se sustenta en el hecho de que los patrones de significado cultural influyen en las distintas formas del castigo. Sin embargo, la relación es interactiva, lo que significa que tanto el castigo como las demás instituciones penales contribuyen a la conformación globalizadora y a la generación y regeneración de sus condiciones, por lo cual, el castigo es tanto “causa” como “efecto” con relación a la cultura (Garland, 1999, pp. 290- 291). Para sustentar este argumento, Garland señala, siguiendo a Foucault, que las “relaciones penales no son una mera expresión del poder gubernamental, sino también una extensión de éste y su puesta en vigor absoluta”; por lo cual, “las instituciones penales construyen y difunden significados culturales al tiempo que los repiten o los reafirman” (Garland, 1999, p. 291). De esta forma, el castigo se convierte en un generador activo de las relaciones y sensibilidades culturales, por lo que a través de este “las políticas penales contribuyen a construir una cultura más amplia y a proponer la naturaleza e importancia de esta contribución” (Garland, 1999, p. 291).
Si tenemos presente este marco teórico y, lo empleamos para analizar el fenómeno de violencia sexual en Colombia, podríamos comprender por qué este fenómeno delincuencial se ha convertido en los últimos años en un escenario constante de discusión mediática y social, así como de debate político y jurídico sobre los alcances y límites del castigo frente a este tipo de conductas. El interés frente a esta forma de criminalidad en las sociedades contemporáneas ha conducido a que el delincuente sexual sea objeto de medidas cada vez más punitivas que reflejan el interés del grupo social de empujarlos a “los márgenes infames de la sociedad” (Wacquant, 2010, p.18), razón por la cual se ha apuntado a un expansionismo del aparato penal, que en el caso colombiano ha llevado a la incorporación de la cadena perpetua y la imprescriptibilidad de la acción penal. Este tipo de medidas muestran cómo hay una tendencia clara hacia “la consolidación e intensificación de una actitud punitiva y excluyente hacia el crimen y sus efectos, en lugar de reflexionar sobre sus causas11” (Ariza e Iturralde, 2018).
En esta línea, el presente documento es una revisión de literatura que examina el camino teórico alrededor del castigo. De esta forma, el objetivo principal del artículo es revisar las propuestas teóricas del campo de la sociología del castigo con relación a esta institución y la forma como esta puede ser empleada para analizar un fenómeno delictivo especifico como es el caso de la violencia sexual en Colombia. Al ser un artículo de revisión de literatura la metodología empleada fue cualitativa y consistió en la revisión documental de fuentes primarias y secundarias.
En virtud de ello, y dadas las medidas en el campo del control del delito que se han adoptado frente al fenómeno de la violencia sexual en Colombia, el texto se pregunta si los planteamientos de las teorías de la sociología del castigo pueden brindar herramientas que puedan permitir el análisis de este fenómeno. Para ello se estructura en tres partes: en primer lugar, abordará la revisión de literatura con relación al castigo desde perspectivas penológicas, de las teorías filosófico-jurídicas y de la sociología del castigo, haciendo hincapié en el castigo como institución social y su utilidad para analizar fenómenos delincuenciales complejos como es el caso de la violencia sexual; en segundo lugar, se discutirá el estado del castigo frente al fenómeno de la violencia sexual en Colombia de 1980 a 2020. Finalmente, se analizará la utilización del castigo como institución social con relación al delincuente sexual.
El estudio del castigo se ha realizado principalmente desde tres perspectivas: la penológica, la de filosofía moral y la de sociología del castigo (Garland, 2007, p. 125). Estas perspectivas serán analizadas en el presente apartado.
Desde la penología se han estudiado las consecuencias jurídicas del castigo a través de tres interpretaciones: (i) se entiende que el castigo es una consecuencia jurídica cuyo objetivo es esencialmente inocuizador y punitivo, (ii) se ve la sanción desde la perspectiva de la restauración y, (iii) el epicentro es el despliegue de un programa de control social masivo (Mapelli, 2011, p. 188).
Esta última interpretación ha conducido a lo que se ha denominado la penología del control, la cual centra las estrategias penológicas en el control de ciertos grupos peligrosos, como lo son los drogodependientes, los agresores sexuales o agresores de violencia de género, entre otros. La adopción de estrategias de control frente a estos grupos particulares ha conducido a que el sistema penal termine asumiendo funciones de gestión de riesgo (Mapelli, 2011, p.189). De esta forma, esta nueva vertiente de la penología se centra en un cambio con relación al discurso, el cual ha abandonado objetivos de prevención para inclinarse hacia el control como único camino frente a la necesidad de garantizar la seguridad (Mapelli, 2011, p. 190). Este propósito se logra a través de la adopción de nuevas medidas de control, las cuales deben ser versátiles ya que no se responde como tal a la conducta desplegada por el sujeto sino a los perfiles de riesgo (Mapelli, 2011, p. 197). En este sentido, se han adoptado cada vez más medidas como la libertad vigilada o la vigilancia electrónica.
De esta forma, esta corriente teórica parte de la premisa de que el sistema penal es un aparato cuyo fin primordial es el manejo y control del crimen (Garland, 2007, p. 126). La dificultad con esta perspectiva está en que no contempla que “las medidas e instituciones penales responden a determinantes sociales que poco o nada tienen que ver con la necesidad de autoridad y orden” (Garland, 2007, p. 127); razón por la cual los efectos que estas instituciones generan tienen una consecuencia simbólica que afecta a la totalidad del grupo social. Sin embargo, cuando se concibe a la pena como un mero instrumento de control se cierran las posibilidades de investigación de esta institución y se generan una serie de falsas expectativas en las autoridades y en la población general creando así más dificultades para el sistema de las que se solucionan. Frente a estas dificultades, la respuesta de esta perspectiva es que las mismas se producen por la interferencia de condicionamientos ajenos al sistema penal como lo pueden ser los medios de comunicación, las actitudes públicas irracionales o el populismo punitivo (Garland, 2007). Esto resulta cuestionable toda vez que el castigo es parte de la vida en sociedad, por lo que pretender que es externo y que sólo ocasionalmente se ve afectado por las dinámicas sociales, limita el análisis de los aspectos relevantes del fenómeno que se estudia (Garland, 2007).
En contraposición a estas tendencias se encuentran las teorías del castigo con raíces filosófico-morales. Dentro de esta perspectiva se han desarrollado a lo largo de la historia tres grandes corrientes con relación al fin que se persigue con la imposición de la pena: las teorías absolutas, las teorías relativas y las teorías de la unión. Las primeras giran entorno a posiciones retribucionistas sobre la imposición de la pena, es decir, que la imposición del castigo se relaciona con la comisión de la conducta y la búsqueda de la justicia con base en la visión de un sujeto racional12, o en el restablecimiento del Derecho, en este último caso con el fin de reafirmar la validez del ordenamiento jurídico(Feijoo, 2014).
Por otro lado, están las teorías relativas de la pena y, entre estas, las teorías preventivas, las cuales tienen un carácter político-criminal. Dentro de estas se encuentran lasteorías de prevención general, las cuales apuntan a que los efectos de la imposición del castigo deben generarse en la totalidad del grupo social. Es por ello por lo que la prevención general negativa señala que el fin de la pena está en la búsqueda de la disminución de la puesta en peligro o lesión de los bienes jurídicos. En virtud de ello, se espera un nivel de influencia por parte del Estado en la conciencia y el comportamiento del ciudadano, generando un contra impulso que coaccione al sujeto de la comisión de conductas punibles14 (Feijóo, 2007).
Por otro lado, se encuentra la prevención general positiva, la cual sostiene que el fin de la pena es reforzar la convicción del ciudadano con relación a la protección de los bienes jurídicos, razón por la cual el castigo generaría tres efectos: (a) un efecto de confianza hacia la vigencia de las normas del ordenamiento jurídico, (b) un efecto socio pedagógico de aprendizaje y, (c) un efecto preventivo a partir del cual se configura el restablecimiento de la paz jurídica (Feijóo, 2007).
Por su parte, la teoría de la prevención especial busca un efecto en el delincuente con el propósito de que el mismo no reincida. Para lograrlo esta corriente teórica habla de la rehabilitación, reinserción social, reeducación, readaptación y resocialización frente a procesos de socialización defectuosos. Pese a ello, la teoría de la prevención especial reconoce la existencia de sujetos que no pueden ser resocializados y que por ende deberán ser intimidados por el Estado. En el caso de no poder ser intimidados los mismos deberían ser inocuizados (Feijoo, 2014). Finalmente, están las teorías mixtas de la pena que entienden que el castigo cumple fines tanto retributivos como preventivos. Dos referentes en esta corriente teórica son Jakobs y Roxin. El primero plantea que con la imposición de la pena se debe buscar la disminución de la probabilidad de que existan futuras infracciones a la norma, de esta forma se alcanzaría una fidelidad del ciudadano con la misma, lo que se suma al proceso natural de infligir dolor que viene con esta institución jurídica (Jakobs, 2006). Por su parte, Roxin (2017) ha planteado la teoría dialéctica de la unión a partir de la cual propone combinar los distintos fundamentos de la pena con el propósito de que sus defectos se neutralicen entre sí. De esta forma, este autor alemán propone un modelo en el cual la pena cumple funciones diferenciadas en tres fases distintas, aunque no sea posible establecer en la práctica una división tajante. Así, durante (i) la conminación legal abstracta la función es de prevención general negativa, (ii) durante la imposición y determinación de la pena la función debe estar dirigida ha adecuar la dosificación punitiva a la culpabilidad, proceso que debe ser limitado en los fines preventivo-generales y preventivo-especial; en los casos de criminalidad leve o mediana se debe enfocar en la prevención especial; finalmente (iii) en la ejecución de la pena la función debería ser de prevención especial específicamente resocializadora (Feijoo, 2014, p. 219).
Estas teorías resultan atrayentes en la media en que se sustentan en el pensamiento liberal que permeó el derecho penal desde la Ilustración. Sin embargo, la perspectiva filosófico-moral sobre el castigo presenta una serie de deficiencias frente al análisis de la pena. Es así como, el castigo desde las perspectivas filosófico-morales termina viéndose “como una instancia de coerción estatal y como una limitación de la libertad individual, dando así lugar a una serie de argumentos sobre la justificación general del poder estatal…, sobre las circunstancias que justifican ciertos castigos…, y sobre los objetivos más apropiados que medidas de este tipo deben perseguir” (Garland, 2007, p. 129). Al centrar el análisis en la relación pena-libertad, las teorías filosófico-morales dejan de lado aspectos relevantes del fenómeno como lo son: (i) los métodos concretos del castigo, los regímenes e instituciones penales, (ii) el uso de castigos corporales, vigilancia electrónica o de regímenes de control como el aislamiento, (iii) el problema de la capacidad de los centros carcelarios y penitenciarios con relación a su población y recursos financieros para el proceso de resocialización y, (iv) los efectos sociales y simbólicos del castigo (Garland, 2007, p. 129).
Ahora bien, como forma de superación de las carencias de la penología y las perspectivas filosófico-morales del castigo, se presenta una tercera perspectiva la cual corresponde a la sociología del castigo. La misma puede entenderse como “un proyecto colectivo y multidimensional que, desde ángulos distintos, estudia un fenómeno diverso y complejo como lo es el castigo en las sociedades contemporáneas” (Iturralde, 2007, p. 26). Es así como la sociología del castigo apunta al estudio de las diversas formas en que la penalidad afecta y transforma al grupo social en que opera, construyendo así un orden social (Iturralde, 2007, p. 57; Garland, 2007, pp. 130-131). Dentro de este proyecto colectivo se ha planteado el entender el castigo como una institución social compleja, es decir, como un artefacto cultural e histórico (Bonilla, 2007, p. 16). Esta corriente teórica permite que comprendamos el castigo desde una perspectiva multidimensional y como aspecto esencial del estudio de los grupos sociales, toda vez que es un reflejo claro de los rasgos básicos de las sociedades (Iturralde, 2007, p. 23). Al entender el castigo como una institución social se presentan dos ventajas: (i) no estamos frente a una teoría que pretenda ser totalizante y que ofrezca una explicación unidimensional del castigo; y (ii) es posible estudiar con detalle las diversas facetas y problemáticas del campo de estudio en las sociedades actuales (Iturralde, 2007, p. 24).
A partir de esta propuesta teórica se puede entender el castigo como parte de “fenómenos sociales dinámicos, en un continuo proceso de cambio y adaptación” (Iturralde, 2007, p. 25), por lo que debe estudiarse a partir de los análisis estructurales, la historia y la descripción fenomenológica, con el fin de entender los cambios que se presentan, así como las variaciones en los mecanismos de control social, de orden y de subordinación (Garland, 2004, pp. 162-169). Las instituciones penales, pero especialmente el castigo, se ven afectados por los patrones culturales de las sociedades. Esto hace que el castigo en particular se convierta en una encarnación práctica de algunos símbolos, constelaciones de significados y formas específicas de sentir que constituyen a la cultural en general. Esta idea permite concluir que la cultura es un “determinante” del castigo (Garland, 1999, p. 290; Garland, 2001, p. 277).
En virtud de ello, las perspectivas de la sociología del castigo han planteado el estudio y análisis de la pena desde diversas dimensiones, es decir, desde explicaciones económicas hasta aquellas ligadas con el poder y la disciplina. Estos estudios se han presentado desde la década de 1890 con el trabajo del sociólogo francés Émile Durkheim (Garland, 2019) y, han continuado con la corriente marxista, la perspectiva de Foucault, de Norbert Elias y de Garland, para mencionar algunas de las más relevantes.
Émile Durkheim entendía el castigo como una institución expresiva, es decir, un campo idóneo para la expresión ritualizada de valores sociales. De esta forma, esta institución como proceso moral buscaba resguardar los valores compartidos y las convenciones normativas que se generan en la vida social, por lo que reafirma y fortalece el orden moral que una sociedad en específico determina15 (Durkheim, 2014). Esta concepción encuentra fundamento en 2 puntos: (i) el apoyo de los miembros del grupo social en la medida en que los ciudadanos se sientan involucrados en el acto de castigar, lo que le brinda legitimidad al mismo y (ii) la influencia que recibe el castigo de las reacciones emotivas y los sentimientos punitivistas que provienen de los valores compartidos y las convenciones normativas del grupo social. A partir de estos dos puntos, Durkheim señala que la utilidad social y función del castigo es mostrar la fuerza material de los valores sociales y restaurar de esta forma la confianza en la integridad y el orden moral (Garland, 2006).
A partir de lo anterior, Durkheim entiende que el castigo es una necesidad social en la medida en que preserve el orden moral dominante, lo que lo convierte en una institución social cuyo epicentro es el ejercicio del poder ejercido para evitar que se socave la fuerza de la moralidad social (Durkheim, 2014). Es así como el castigo se relaciona con el ejercicio de la autoridad, lo que podría explicar por qué suele ser usado con mayor frecuencia cuando esta última es más débil. En este sentido, los órdenes morales sólidos no requerirían de un uso excesivo del castigo (Garland, 2007).
Sin embargo, la postura de Durkheim según la cual el castigo es una institución expresiva que se constituye en un campo idóneo para la expresión de valores sociales (Garland, 2007 es limitada frente al sistema de derecho penal dado que no aborda la regulación de la conducta desviada. Igualmente, esta posición teórica ha recibido críticas en la medida en que se sostiene que el castigo podría generar divisiones sociales en vez de reforzar el lazo de solidaridad produciendo incluso sentimientos de hostilidad, en lugar de presentar los efectos simbólicos que Durkheim plantea (Garland, 2007, p. 140). Pese a ello, la perspectiva de Durkheim resulta relevante para una comprensión compleja del castigo en la medida en que refleja el significado social y moral de este.
La corriente marxista relacionada con el castigo, representada por autores como Rusche & Kirchheimer (1984), Melossi & Pavarini (1980), Pashukanis (1978) y Hay (1975), buscan comprender el castigo a partir de su relación con el sistema económico. En este sentido, presentan tres grandes planteamientos: (i) el castigo subordinado al mercado laboral como un fenómeno económico, (ii) el castigo ligado al fenómeno político como un mecanismo de represión y (iii) el castigo como una institución ideológica que representa la legitimidad y relaciona los ejercicios de autoridad con la imposición del castigo (Díaz, 2007). A partir de estos planteamientos se puede señalar que las corrientes marxistas de la sociología del castigo entienden a este como un mecanismo que permite manejar a las fuerzas del proletariado para desempeñar labores dentro del sistema capitalista a través de un proceso de elegibilidad, lo que hace que el sistema penal no se diseñe exclusivamente con base en las conductas criminales “sino primordialmente por las percepciones gubernamentales sobre los pobres, entendidos como un problema social, y las estrategias preferidas para su tratamiento” (Garland, 2007, p. 154).
Esta perspectiva frente al castigo se encuentra limitada en la medida en que observa a esta institución bajo la óptica de los aspectos económicos, políticos e ideológicos, suprimiendo del análisis los “intereses profesionales, las dinámicas institucionales, concepciones criminológicas, así como los programas de reforma religiosos y humanitarios que han jugado un papel básico en la formación de las prácticas penales” (Garland, 2007, p. 151). Es decir, dentro del estudio sociológico del castigo es necesario tener presente cómo las presiones sociales y los intereses de clase influyen en la manera como se configura el castigo sin que esto constituya una explicación universal de la institución como un todo como pretenden los marxistas, pero brindando herramientas valiosas para el análisis de fenómenos como el manejo de las clases marginales a través del derecho penal (Garland, 2007, p. 153).
Como hemos visto hasta este punto, la perspectiva de Durkheim y la marxista son limitadas con relación a los mecanismos del poder penal, sus tecnologías y la forma como las mismas operan. Este vacío será abordado por Michael Foucault. Este autor ve en el castigo un sistema de poder y regulación que es impuesto a los ciudadanos con el propósito de disciplinarlos. De esta forma, la cárcel se constituye en una técnica moderna de control, la cual esta encaminada a afectar el “alma” del sujeto para dirigir así su conducta en un ejercicio de microfísica del poder (Foucault, 2008). Estos ejercicios de poder están referidos a formas específicas de dominación y subordinación propias de las relaciones sociales que se proyectan en las cárceles. Es así como las cárceles, y la pena, se transforman en mecanismos correctivos que buscan convertir al delincuente en un individuo dócil y normal (Foucault, 2008).
Esta explicación del derecho penal como un sistema que controla y normaliza al sujeto a través del ejercicio de la disciplina sobre el cuerpo, no está exenta de críticas. De este modo, una de las críticas recurrentes se centra en que Foucault deja de lado aspectos relativos a las manifestaciones emocionales y culturales alrededor del castigo, así como las luchas políticas alrededor de este dispositivo, además de las redes de apoyo a las medidas punitivas que terminan brindándole legitimidad al sistema penal (Garland, 2007, p. 162). Pese a ello, el aporte de este pensador francés es invaluable en la medida en que describe cómo el ejercicio del poder de castigar se convirtió en una institución racionalizada e instrumentalizada que es gobernada por los expertos, los técnicos y los burócratas a través de técnicas disciplinarias propias de las sociedades capitalistas modernas (Garland, 2007, p. 164).
Hasta este punto se ha observado que una crítica recurrente a las posturas expuestas consiste en que se ha dejado de lado el análisis de las estructuras culturales con relación al castigo. Este vacío puede ser abordado a partir de las contribuciones teóricas de Norbert Elias, el cual no se refirió de manera directa al castigo, pero ha partir de su trabajo ha contribuido a la comprensión de esta institución social y su evolución (Garland, 2007, p. 168). En este sentido, el castigo como institución social puede entenderse a través del proceso de civilización, si se parte de la premisa de que la funcionalidad de las estructuras e instituciones sociales está compuesta de estructuras morales y sensibilidades que determinan en un conglomerado social lo que es “apropiado”. Esto se genera a partir del proceso de civilización, entendido como “una configuración cultural producida en las sociedades occidentales mediante una historia especifica de desarrollo y organización social” (Garland, 2006, p. 255).
Es decir, el proceso de civilización acarreó transformaciones psicológicas tanto en el individuo como en el conglomerado social, lo que condujo a que las manifestaciones emocionales sean menos públicas razón por la cual los individuos intentar ser menos desinhibidos y controlar sus emociones. Por esto, tiende a aumentar la privatización de ciertas prácticas, como el castigo, el cual pasó a ser una actividad realizada en centros penitenciarios y fuera de la vista de los ciudadanos (Garland, 2006). Pese a este proceso de civilización, el castigo sigue estando relacionado con manifestaciones emocionales agresivas en las cuales los individuos del grupo social muestran una abierta hostilidad frente al delincuente, lo que es aprovechado en los discursos políticos (Fassin, 2018). De esta forma, no se puede desconocer que “la iniciativa política, la discusión moral, el desarrollo de las sensibilidades y la toma de conciencia pública sobre lo que sucede “detrás de escena” toman parte en la configuración de los detalles y regímenes de las instituciones penales de una sociedad” (Garland, 2007, p. 181).
Con base en las teorías expuestas anteriormente es posible concluir que una visión unidimensional y totalizante del castigo como fenómeno social, no aporta un análisis completo sobre el objeto de estudio. En este sentido, es necesaria una teoría multidimensional como la expuesta por David Garland para fortalecer y enriquecer el análisis. Es así como este autor escocés plantea que el castigo debe entenderse como una institución social compleja. Esta perspectiva permite evidenciar cómo en las prácticas rutinarias del castigo existen una serie de relaciones sociales y significados culturales, en donde el mismo es también una expresión del poder del Estado, una afirmación de la moralidad colectiva, un vehículo de la expresión emocional, una política social condicionada por motivos económicos y un conjunto de símbolos que despliega un ethos cultural que ayuda a crear una identidad social. Garland señala que la penalidad actúa como un hilo conductor que recorre todas las capas de la estructura social al vincular lo general con lo particular, lo que quiere decir que el castigo define la naturaleza de nuestra sociedad, el tipo de relaciones que la componen y la clase de vida posible y deseable, por lo que una pregunta relevante es cómo pensamos el castigo y la política penal (Garland, 1999, p. 333).
Así, Garland señala que la prisión permite inhabilitar, excluir a los transgresores y contener a los individuos que despliegan conductas contrarias al derecho. En este escenario, la cárcel es la pena característica de los modernos sistemas penales, donde la misma es compatible con las modernas sensibilidades y las restricciones convencionales frente a la violencia física manifiesta. Es con base en esta perspectiva que el castigo como institución compleja tiene un rango de funciones penales y sociales, así como un respaldo social. El castigo es un “hecho social total” que ayuda a constituir la identidad y el carácter del conglomerado social. Por esto el castigo debe ser considerado de la misma manera y con la misma profundidad que otras instituciones sociales, toda vez que define a la sociedad y expresa el ejercicio del poder sobre los transgresores (Garland, 1999, p. 336). Así, concluye este autor que el uso del castigo por parte del Estado es una guerra en miniatura que termina siendo un mal necesario, por lo que, si el “castigo es inevitable, debería considerarse como una expresión moral, y no como algo meramente instrumental” (Garland, 1999, p. 338).
En esta misma línea argumentativa, sostiene el criminólogo escocés que el castigo es un generador activo de relaciones y sensibilidades culturales, por lo que es posible evaluarlo desde una perspectiva de la acción social o de la significación cultural. En este sentido, el abordaje del castigo se puede limitar en términos de causas-efecto, es decir, como institución que “hace cosas”, o se puede ampliar a partir de términos interpretativos como institución que “dice cosas”, por lo que el castigo se expresa también a través de signos, declaraciones y dispositivos retóricos, lo que permitiría comprender las consecuencias que la penalidad genera en las relaciones sociales (Garland, 1999, p. 292). De esta forma, se puede afirmar que el castigo comunica ideas y significados, lo que hace que ponga en circulación categorías que le dan sentido a nuestro mundo, convirtiéndose en una de las múltiples instituciones que generan dentro del grupo social categorías comunicativas que aportan al marco de referencia cultural y permiten que los miembros del grupo social evalúen su conducta y le den sentido moral a su experiencia. En términos de Garland “la penalidad actúa como un mecanismo regulador social en dos aspectos distintos: regula la conducta directamente a través del medio físico de la acción social, y de ahí la conducta, con un método diferente de significación” (Garland, 1999, p. 293).
Para Garland el castigo como institución social no comunica un solo significado, sino que, por el contrario, ofrece una visión frente al poder, la autoridad, la legitimidad, la normalidad, la moralidad, la persona, las relaciones sociales y otra serie de cuestiones tangenciales relacionadas con interrogantes sobre la política, la moralidad y el orden social, por lo cual el castigo y sus efectos discursivos en el grupo social demandan un análisis de discurso (Garland, 1999, p. 295). Es así como el castigo como institución social crea, en términos de Foucault, un régimen de verdad en donde los valores, significados y nociones implícitos y expresados en la penalidad cargan de significado cultural la realidad social, como se evidencia en el acto por medio del cual el juez penal dicta su sentencia, en la cual se “transmite una aseveración simbólica que interpreta y comprende un amplio público (o públicos) fuera del tribunal” (Garland, 1999, p. 297).
Este sistema de comunicación se une al uso de palabras y términos para referirse a las diferentes formas de criminalidad y a los diversos autores de dicha criminalidad. Estas palabras y términos no se mantienen exclusivamente dentro del sistema penal, sino que se extrapolan y se convierten en términos generales usados por los miembros del conglomerado social como parte de su sabiduría convencional, por lo que las políticas y discursos penales alrededor del castigo se relacionan con la cultura como un todo. De esta forma “la prisión actual es una metáfora fundamental de nuestra imaginación cultural y una característica de nuestras políticas penales” (Garland, 1999, p. 298-302).
Con base en esta concepción, los medios de comunicación juegan un papel crucial. Lo anterior debido a que los medios transmiten y representan los sucesos penales al público a partir del uso de la retórica como un mecanismo para persuadir, producir identificaciones y, ejercer coerción en sus receptores hacia la actitud y la acción (Burke, 1969, p. 41). Estos discursos se generan con un público claro en mente por lo que están formulados en un lenguaje con el que se identifican los sujetos. Además, previamente se han estudiado los intereses del público al que se dirige, lo que permite que sus miembros se reconozcan en el orador. Es así como el discurso compromete a un determinado tipo de personas en una determinada situación, para alcanzar un propósito especifico (Garland, 1999, p. 303).
Dentro de esta dinámica, otro actor relevante es el público general que recibe el discurso de los intermediarios, siendo impresionado por esa retórica, dado que no suele tener un manejo técnico ni una comprensión cabal del fenómeno (Garland, 1999, pp. 306-307). Esta realidad genera que algunos actores sociales, como es el caso de los políticos, usen discursos específicos para erigirse ante el público general como guardianes de “la ley y el orden” a través del uso de estadísticas que logran relacionar los fenómenos con los temores, la inseguridad y los perjuicios del público, llevando incluso a que se generen efectos divisorios exacerbando la polarización con respecto a discusiones sobre raza, clase e ideología (Garland, 1999, p. 307). De esta forma, el castigo sanciona una forma de orden moral y concepto especifico de moralidad. Es decir, el concepto de autoridad social, del criminal y de la naturaleza de la comunidad u orden social que el castigo protege y trata de recrear se encuentra implícito en cada una de las relaciones penales y en el ejercicio penal del poder. Es por ello por lo que Garland concluye que el castigo “otorga un marco de significado que se coordina con otras representaciones sociales, aunque no se reduce a ellas” (Garland, 1999, p. 308).
De lo anterior se puede afirmar que para Garland el castigo construye una imagen pública y una realidad del Estado dadas las formas que adquieren los castigos, los símbolos mediante los cuales se legitiman los discursos con los que representan su significado, las formas y recursos de organización que emplean y que ayudan a perfilar y describir el estilo de autoridad, es decir, caracterizan el poder que castiga. Es así como las formas en las que se emplea el castigo dan una idea acerca del poder gubernamental y de la autoridad social, lo que permite que la penalidad genere un marco simbólico que determina las identidades de los sujetos sociales (Garland, 1999, p. 210). De esta forma el castigo no sólo restringe o disciplina a la sociedad, sino que también contribuye a crearla.
Al comprender la relación del castigo con la cultura, Garland resalta la necesidad de emplear un enfoque multidimensional en el análisis de esta institución, la cual se determina por un conjunto de fuerzas sociales e históricas con un marco institucional propio, que apoya una serie de prácticas normativas y significantes que producen cierto rango de efectos penales y sociales sin que signifique que sean una teoría general del castigo. Al hacerlo, Garland entiende el castigo como un artefacto complejo y multifacético, lo que lo vincula a redes más amplias de acción social y significado cultural. Otorgarle al castigo la calidad de institución social permite evidenciar las contradicciones y la pluralidad de intereses que la misma intenta regular, dado que internamente las instituciones organizan las relaciones de grupos de interés muchas veces antagónicos por lo que el castigo se verá “tanto en su integridad-en tanto institución-, como en su relatividad -en tanto institución social” (Garland, 1999, p. 328).
Esta perspectiva del castigo como una institución social compleja permite desarrollar análisis más profundos alrededor de fenómenos sociales concretos. De esta forma, el marco teórico que se expuso previamente brinda una serie de elementos analíticos que permitirían estudiar las características y los alcances que ciertas formas de violencia tienen con relación al giro punitivo que se vive actualmente en nuestro contexto. Este es el caso de la punitividad alrededor de la violencia sexual, fenómeno social que no solo es el resultado de las decisiones de actores políticos en busca de réditos electorales, como suele entenderse desde el populismo punitivo, sino que también responde a los reclamos de movimientos sociales y de la opinión pública, así como a cambios económicos, sociales, culturales, de la configuración del Estado, de las dinámicas sociales e incluso de los fenómenos criminales y los grupos sociales afectados por esta. En este sentido, es necesario ampliar el marco de análisis del fenómeno objeto de estudio.
En los últimos 40 años, se ha generado en Colombia un escenario de discusión política y jurídica sobre los alcances y límites del castigo con relación a los delitos sexuales. En efecto, mientras que los grandes relatos de nuestro contexto han analizado cómo la política antidrogas y el conflicto armado han moldeado la estructura del campo del control del delito (Uprimny, Chaparro y Cruz, 2017; Aponte, 2007), son escasos los trabajos que muestren el impacto de la “guerra” contra la violencia sexual en esta suerte de giro punitivo y sus efectos en las estructuras ortodoxas de la imputación penal.
De esta forma, la violencia sexual se ha convertido en un fenómeno que ha reclamado cada vez más un papel protagónico en la sociedad colombiana y en los medios de comunicación. Recientemente hemos sido testigos de casos de violencia sexual cuyo impacto mediático ha producido reacciones intensas por parte de la opinión pública como lo fueron, por ejemplo, el caso de Yuliana Samboni16 o Rosa Elvira Celi.
Estos casos emblemáticos, cubiertos ampliamente por los medios (González, 2017; El Espectador, 2013), hacen parte de las cifras de violencia sexual que se han registrado en Colombia en las últimas cuatro décadas. Una forma de contextualizar esta realidad es a través de las cifras reportadas anualmente por la Policía Nacional en su revista Criminalidad. Es importante señalar que se tuvieron en cuenta exclusivamente las cifras relacionadas con los delitos referidos a actos sexuales y accesos carnales. No se tomaron en consideración los tipos penales relacionados con otras formas de conductas que atentan contra la libertad y formación sexual, como la inducción a la prostitución o la pornografía.
La anterior gráfica refleja las cifras de todos los tipos penales seleccionados. Lo primero que se puede observar es el aumento significativo de los delitos sexuales que llegan a conocimiento de la Policía Nacional. Es decir, de 2.812 casos en 1981 se pasó a 30.212 en 2019, lo que representa un aumento del 91%. Esto puede deberse a factores como el incremento de las denuncias, a una mayor disposición de las autoridades a perseguir este tipo de delitos y a cambios alrededor de la forma como los colombianos entienden la sexualidad y se relacionan con la misma, como puede ser el fenómeno de liberación sexual, un cambio en la consideración tradicional del papel de la mujer y de la familia.
Pese al significativo incremento señalado anteriormente, este no ha sido constante pues ha habido años en que las cifras disminuyen, como es el caso de los años 1993, 2005, 2010 y 2017. Esto genera aumentos porcentuales relevantes en los años siguientes; por ejemplo, el aumento en 1994 es del 282,94%, en 2006 del 100,9%, en 2012 del 40,31% y en 2018 del 29,9%, cada uno respecto al año inmediatamente anterior. Igualmente, se observa que desde 2006, pero sobre todo a partir de 2014, las cifras se incrementan de forma importante y experimentan un descenso del 7,07% en 2017 para crecer en 29,9% en 2018 y disminuir nuevamente en un 6,25% en 2019. Estos datos muestran una tendencia marcada al aumento de delitos sexuales, particularmente después de 2010. Con relación a las cifras de violencia sexual durante el 2020, la Policía Nacional reporta 28.626 casos a nivel nacional (Policía Nacional, 2021).
También debe tenerse en cuenta que, como con todos los delitos, los sexuales pueden ser un fenómeno subestimado por la falta de denuncia o investigación, lo que se conoce como la cifra negra de delitos19. Este problema dificulta conocer con exactitud la dimensión del fenómeno. Sin embargo, estas cifras permiten evidenciar cómo la violencia sexual es un fenómeno más visible y ha ido tomando un papel relevante en el campo del control del delito en Colombia.
El incremento y la visibilidad de la violencia sexual en Colombia ha venido acompañado de cambios legislativos en materia penal. Es así como desde 1980 hasta la fecha se han producido cerca de 11 cambios legislativos en materia de violencia sexual, siendo más prominentes desde la adopción del Código Penal del 2000. Es decir, en un primer periodo comprendido entre 1980 y 2000, en el cual se encontraba vigente el Decreto Ley 100 de 1980, sólo se contempla una reforma legislativa en el campo del control del delito frente al fenómeno de violencia sexual representada en la Ley 360 de 1997 a través de la cual se ampliaron los marcos punitivos de las diversas conductas sexuales señaladas como punibles y se derogó la extinción de la acción penal por matrimonio20. Estos cambios parecen señalar cómo la tolerancia alrededor de estas formas de violencia sufrió transformaciones que pueden deberse a las concepciones sociales y culturales sobre el sexo, la libertad y los derechos de las víctimas de este tipo de conductas.
En un segundo periodo comprendido entre 2000 y 2021, es decir bajo el régimen de la Ley 599 del 2000 (nuevo Código Penal), se han producido 10 cambios legislativos que van desde la imprescriptibilidad de la acción penal hasta la adopción de la cadena perpetua. De esta forma, se han adoptado en Colombia la Ley 890 de 2004 por medio de la cual se incrementaron las penas de la parte especial del Código Penal; la Ley 1146 de 2006 a través de la cual se define violencia sexual y se crean comités para la prevención de la misma; la Ley 1154 de 2007 que modificó la prescripción de la acción penal fijándola en veinte años, contados desde la mayoría de edad; la Ley 1236 de 2008 a través de la cual se incrementaron las penas para los delitos contra la libertad y formación sexual; la Ley 1453 de 2011 que excluyó la posibilidad de la prisión domiciliaria y la vigilancia electrónica con relación a los delitos contra la libertad y formación sexual; la Ley 1709 de 2004 que excluye la posibilidad de subrogados y beneficios penales en los casos de violencia sexual; la Ley 1098 de 2006 que prohíbe el uso de subrogados y beneficios y aumenta las penas de una tercera parte a la mitad en el caso de conductas con menores de 14 años; la Ley 1918 de 2018, reglamentada por el Decreto 753 de 2019, a través de la cuál se crea un régimen y registro de inhabilidades para aquellos condenados por delitos contra la libertad y formación sexual de menores de edad, prohibiéndoles desempeñar cargos, oficios y profesiones que involucren relación directa o indirecta con niños, niñas y adolescentes; el Acto Legislativo 01 de 202021 a través del cual se modifica el artículo 34 constitucional y se adopta la cadena perpetua para delitos graves de homicidio y violencia sexual en contra de niñas, niños y adolescentes; y la Ley 2081 de 2021 a través de la cual se declara imprescriptible la acción penal en los delitos contra la libertad y formación sexual cuando sean cometidos en contra de menores de 18 años.
A partir de estos datos se puede señalar que en los últimos cuarenta años en Colombia se ha presentado un notable giro punitivo como la principal respuesta estatal para enfrentar la violencia sexual. En los términos de este texto, se entiende por giro punitivo el endurecimiento, y mayor protagonismo, de los mecanismos del campo del control del delito para enfrentar fenómenos que generan ansiedad social y que implican una expansión del aparato penal. Esta expansión se caracteriza, entre otros factores, por un aumento de las tasas de encarcelamiento, lo que evidencia la importancia política y cultural que el castigo adquiere a nivel social (Garland, 2001, p. 277). Del mismo modo, el giro punitivo implica un cambio de las relaciones entre la justicia penal y el entorno social y político. De esta forma, la participación e incidencia de diversos grupos sociales, de presión y de interés frente a las medidas adoptadas por el aparato penal han tomado un lugar relevante, a lo que se suma un “estilo populista de hacer política” (Garland, 2001, p. 282; Iturralde, 2007, p. 37; Hutton, 2005, pp. 243-244).
Frente a las medidas que se han adoptado, uno de los cuestionamientos que surgen está referido a lo que ha cambiado a nivel social que ha convertido a la violencia sexual en una de las grandes preocupaciones de la penalidad. Lo primero que debe señalarse es que el interés alrededor de la violencia sexual no es exclusivo de la sociedad colombiana, como se puede evidenciar en movimientos globales como el #MeToo. Esto permite indagar que el cambio frente a esta forma de violencia se arraiga en los procesos de reforma moral que han sufrido la mayoría de los Estados Occidentales, proceso que, como se vio antes, Norbert Elias (1989) relacionó con la civilización. De esta forma, Hacking señala que la sensibilidad moral varió frente a las formas de violencia, y con relación al abuso sexual de niños dijo no sorprenderse debido a que estas formas de violencia conducen a “que nuestras sensibilidades morales más primitivas y profundas se desplieguen completamente” (2020, p. 30).
A lo anterior se suman movimientos sociales y políticos, como los feminismos, que han señalado a la violencia sexual contra las mujeres y los niños como uno de los aspectos más preocupantes de la dominación patriarcal (Hacking, 2020, p. 30). Esto encuentra sustento si se entiende que la identidad sexual se construye a partir de los discursos y las prácticas sociales. Es así como históricamente las mujeres y los niños han sido, en la práctica de dominación patriarcal, sujetos históricamente instrumentalizados en lo referente a las prácticas sexuales (Taylor, 2019, p. 86). Un ejemplo de esta instrumentalización se encuentra en el uso de imágenes en el cine y en la forma como retratan la violencia sexual. Hayward (2010) señala que las imágenes alrededor del fenómeno delincuencial han derivado en campañas que buscan la adopción de medidas de respuesta a este tipo de conductas. Sin embargo, estas mismas imágenes terminan construyendo una espiral de significados visuales que le son entregadas al conglomerado social en lo que se ha denominado el “festival del crimen”, el cual suele estar mediado por una representación del crimen y el castigo a través de espectáculos absurdos que son televisados.
Dos producciones que reflejan esto son, de una parte, la famosa Kill Bill Vol. 1, en la cual la protagonista ha sido víctima de acceso carnal violento estando en incapacidad de resistir; aunque la escena del acto sexual no se recrea, sí se muestra cómo la mujer toma justicia a mano propia al darle muerte a sus atacantes. Por el otro lado, Young (2010) habla del filme The Accused de 1988, en el cual se muestra la escena de la violación a través de los recuerdos de un testigo varón, lo que parecería dar la idea de que la justicia en casos de violencia sexual sólo es posible cuando existe una “narración visual de lo que realmente sucedió” (Young, 2010, p. 92).
Este tipo de producciones reflejan el cambio de perspectiva social frente a la violencia sexual, la cual pasó de estar en el ámbito privado a convertirse en un asunto de interés público. Esto fue posible en parte gracias al trabajo de los movimientos feministas radicales que en los años setenta comenzaron a reclamar una discusión cada vez más pública sobre las leyes contra la violación, lo que los llevó a emplear estrategias de reforma legal que permitieran visualizar las inequidades que se generaban en el binarismo femenino/masculino; esto, a su vez, condujo la discusión al plano del papel de la mujer en el conglomerado social (Abadía, 2018, p. 133; Taylor, 2019, p. 94). Esta segunda ola del feminismo logró generar cambios tanto en los mecanismos del control del delito frente a la sexualidad como en la relación patriarcal que se imponía sobre el cuerpo de las mujeres. Este reclamo terminó por medir el éxito de los mecanismos de control penal con base en el número de condenas y la duración de estas (Abadía, 2018, pp. 134-136; Abadía, 2020).
Esta crítica con relación a la forma como se mide el éxito del derecho penal frente a este fenómeno delictual resulta relevante en la medida en que parecería guiar el análisis de los logros del sistema por fuera de los postulados básicos del derecho penal garantista y liberal. Según este último, el fin de la pena está guiado por el alcance de los fines de prevención general negativa/positiva, por un fin resocializador y en menor medida por fines meramente retributivos. Sin embargo, el panorama actual colombiano parece indicar que en lo que se refiere a delitos sexuales, la frontera varía. Es decir, cuando estamos frente a este tipo de violencia, los lineamientos del derecho penal garantista con relación a la pena cambian y, la respuesta predominante política, de la opinión pública y del sistema judicial parece más inclinada a una retribución subjetiva en donde el castigo y el ejercicio de la acción penal deberán causar un daño de la misma entidad que el causado a la víctima.
En este sentido, un indicador de la forma como se ha venido configurando el castigo como institución social se encuentra en las medidas de criminalización primaria que se han adoptado en el Estado colombiano para hacer frente a la “guerra” contra el depredador sexual en Colombia. Para ello, se parte de postulados relativos a la gobernanza a través del delito, que ha conducido a la adopción de medidas de control cada vez más invasivas que parecerían conducir a una bulimia social con relación al delincuente sexual.
Como hemos venido señalando, el cambio de las perspectivas y sensibilidades sociales con relación a la violencia sexual es un fenómeno que se ha presentado en Colombia en los últimos 40 años y que ha venido acompañado por un giro punitivo en el ámbito del derecho penal. De esta forma, en el periodo de tiempo señalado se han presentado una serie de reformas penales encaminadas a aumentar las penas y a restringir derechos y garantías de los procesados por delitos sexuales, en especial cuando las víctimas son menores. De esta forma, se ha observado un aumento en los mecanismos del control del delito y, especialmente, del castigo.
En los últimos dos años se han presentado dos reformas legislativas significativas en el campo del derecho penal que reflejan el giro punitivo de la sociedad colombiana frente a la violencia sexual. Por un lado, la reforma al artículo 34 de la Constitución Política, a través de la cual se avala el uso de la cadena perpetua revisable a los 25 años en los casos de violencia sexual contra menores y por el otro, la imprescriptibilidad de la acción penal cuando se trate de la comisión de delitos sexuales cometidos en contra de menores. Estas dos reformas muestran claramente el uso del derecho penal para enfrentar este fenómeno, lo que podría corresponderse con un gobierno a través del delito (Simon 2007).
Simon (2007) señala en su texto “Gobernar a través del Delito” cómo se han presentado cambios en la forma en que el Estado se posiciona con relación a la criminalidad. Simon dedica todo un capítulo a explicar cómo el discurso político se ha centrado en la lucha contra las diversas formas de delincuencia, haciendo de las víctimas el epicentro de las políticas legislativas (Simon, 2007; Sozzo, 2017). Esto puede observarse en el caso de la violencia sexual en la cual se presentan de forma recurrente imaginarios sociales relacionados con la víctima de la conducta y el contexto donde se despliega. Es por ello por lo que una realidad a la que hemos tenido que enfrentarnos está referida a que la violencia sexual no se produce por parte de extraños, sino que estas formas de violencia suelen provenir de conocidos (Simon, 2020, p. 251; Taylor, 2019, p. 90).
Adicionalmente, este autor norteamericano señala cómo el cambio de postura por parte de los gobiernos frente al fenómeno delincuencial ha conducido al desprestigio de la rama judicial, ya que se genera la idea de que los jueces no están a favor de las víctimas ni de la comunidad. La idea de un sistema penal benevolente con aquellos que cometen delitos y, poco empático con las víctimas, ha conducido a ver a los jueces y al sistema como actores alejados del grupo social (Simon, 2007). Esta visión ha conducido al empleo de estrategias del control del delito que buscan la legitimación “desde abajo” (Pavarini, 2006, pp. 122-125) lo que conduce al protagonismo de las emociones sociales y, por ende, ha respuestas punitivas donde el castigo, y sobretodo un incremento en su severidad, se convierten en las herramientas predilectas de la mayor parte de los actores del campo (Sozzo, 2007, p. 97). En este punto, Jaramillo (2020) ha señalado que el sistema penal no es neutral en la medida en que está sesgado con relación a las víctimas de violencia sexual. Es decir, el sistema penal tiende a idealizar a las víctimas de este tipo de violencias que suele comprender a partir de la idea del acto físico sin abordar a fondo la cuestión del consentimiento. De esta forma, para el sistema penal una víctima mujer que ya mantuviera una vida sexual activa tendría problemas de legitimidad dado que el examen físico no permitiría determinar el acto no consentido. En esta misma línea argumentativa, Jaramillo (2020) muestra cómo el movimiento #MeToo es un reflejo tanto de la ambivalencia de las mujeres con relación a denunciar formas de violencia sexual como de las dificultades de comprensión con relación a los límites del deseo sexual y del consentimiento. Es así como este tipo de movimientos han permitido discutir la ambivalencia relativa a los actos sexuales, pero sobre todo a evidenciar la resignación de muchas víctimas frente a estos actos
Esto es relevante en la medida en que nos permite entender cómo los cambios políticos, económicos y sociales que se han vivido en Colombia durante los últimos 30 años, han contribuido a la consolidación de un campo del control del delito caracterizado por su expansión, represión y exclusión (Ariza e Iturralde, 2018). Es por ello que sin importar la tendencia política, el castigo y las tecnologías del campo del control del delito se han convertido en un lugar común para la defensa del establishment (Ariza e Iturralde, 2018), incluso el patriarcal. En vista de ello, es manifiesta la existencia de una tendencia que consolida e intensifica las actitudes punitivas y excluyentes hacia las conductas delictivas y sus efectos, sin que se presenten reflexiones sobre las causas de los fenómenos delictivos (Ariza e Iturralde, 2018).
Es decir, las modificaciones en el campo del castigo se dan por el cambio de las estructuras culturales y sociales y, en ese sentido, el cambio cultural frente al sexo ha derivado en el retorno de formas cada vez más fuertes de respuesta a lo que se entiende como anormal o patológico (Hacking, 2020). Ahora bien, esta forma de comprender la conducta delictiva y reaccionar frente a ella se corresponde con una criminología del otro que identifica al otro como un antisocial y un enemigo que debe ser neutralizado o eliminado (Sozzo, 2017; Melossi, 2018; Garland, 2001). A partir de esta perspectiva se reviven miedos y prevenciones hacia extraños, desconocidos y marginales que son vistos como depredadores, por lo que se les caracteriza como depravados morales, sin empatía ni autocontrol, caracterización que es particularmente intensa con respecto a delincuentes sexuales. Este tipo de caracterizaciones del delincuente logra movilizar los miedos y la hostilidad de los miembros del grupo social de forma que exista un respaldo en la adopción de medidas más punitivas para el control de este tipo de individuos (Iturralde, 2007, p. 76; Garland, 1999ª, p. 354).
En términos de Young (1999) estaríamos ante un claro ejemplo de bulimia social. Es decir, si entendemos a la comunidad como una institución del conglomerado social que se caracteriza por las relaciones cercanas entre los individuos, lo que genera vínculos de respeto y confianza. Estos vínculos conducen al colectivismo, la integración y el trabajo en conjunto que permiten que los individuos compartan experiencias y valores comunes, lo que permite fundamentar la idea de la inclusión y que las sociedades se construyan alrededor de la idea de los iguales (Young, 2003). Sin embargo, este sistema de sociedades “inclusivas” e “igualitarias” ha conducido al surgimiento de sociedades bulímicas que se caracterizan por ser antropoémicas, lo que significa que excluyen y mantienen por fuera a todo aquello que es diferente, es decir, desviados y extraños como es el caso del delincuente sexual (Young, 1999).
Esto queda expresado claramente en el capítulo “Moralismo y panoptismo punitivo: a la caza de los delincuentes sexuales” de Waqcuant (2010) en el cual se muestra cómo estos sujetos suelen ser objeto del panoptismo penal razón por la cual son sancionados severamente. Esto ha dado lugar a que, en ciertos casos, como en Estados Unidos, pierdan toda opción anonimato por su pasado criminal luego de cumplir su pena. Este cambio con relación a estos sujetos ha sido impulsado en gran medida por el activismo de los medios de comunicación y de la clase política los cuales han desarrollado una “cobertura sensacionalista” en la cual se ha generado “una verdadera industria especializada en la imagen espeluznante de la delincuencia” (Waqcuant, 2010, p. 305). Es así, como el delincuente sexual se ha convertido en un ser amoral y asocial, bestial e infrahumano que debe ser vigilado y excluido del resto del grupo social.
A lo largo del presente texto buscamos mostrar, tomando como caso de estudio el giro punitivo con relación a los delitos sexuales en Colombia durante las últimas cuatro décadas, cómo el castigo y los mecanismos de control penal varían dependiendo de los cambios en la concepción moral, cultural y social de las diversas conductas y del castigo mismo. De esta forma, el texto mostró como los planteamientos de las teorías de la sociología del castigo pueden brindar herramientas que puedan permitir el análisis de este fenómeno delictivo. Para ello, en primer lugar, se abordaron los principales aportes teóricos sobre el castigo como institución social, la cual es dinámica y se construye en la conciencia colectiva a partir de los cambios morales que el grupo social presenta.
Esto se quiso explorar con un acercamiento a la forma como el fenómeno de violencia sexual se ha enfrentado en Colombia. En virtud de ello, el texto exploró los cambios legislativos que se han dado en Colombia en las últimas cuatro décadas y las razones culturales y sociales, no sólo políticas, que pudieron conducir a este cambio. En este sentido, el problema del consentimiento dentro de las relaciones sexuales y la forma como el derecho penal entiende y enfrenta la violencia sexual, proporcionan un indicio sobre las dificultades que aún y con los cambios culturales y morales que se han dado a nivel social, existen frente a lo que un acto sexual no consentido representa.
Pese a esta ambigüedad, la respuesta a nivel del castigo es cada vez más violenta en Colombia. Esto pareciera señalar que el conglomerado social ve en el depredador sexual un sujeto “enfermo” o “monstruoso” que debe ser excluido, en términos de Young (1999), expulsado del grupo porque no se adecua a lo que entendemos como “normal”. Esto no significa que defendemos el acto desplegado por el depredador sexual, sino que nos muestra un cambio en la comprensión del artefacto sexual que termina empujando el castigo. Con las actuales reformas el mensaje de la sociedad colombiana es que la libertad y formación sexual tienen un peso cada vez más preponderante dentro de los valores de la comunidad social.
A partir de esto, la respuesta cada vez más fuerte de los mecanismos del control punitivo frente a este tipo de delincuentes permite evidenciar la adopción de una criminología del otro con relación al depredador sexual, lo que conduce inevitablemente a un proceso de exclusión y, con la reciente reforma de la Constitución política, a un proceso de inocuización. Lo que no es claro son los efectos prácticos de esta modificación en los mecanismos de control. Lo anterior si tenemos en cuenta que el movimiento #MeToo, en términos de Jaramillo (2020), más que buscar el castigo, apuntó a compartir las experiencias de diversas mujeres con la violencia sexual. Al final, parecería que la cadena perpetua, el aumento de las penas y la imprescriptibilidad de la acción penal son sólo demonios habitando el campo del derecho penal, pero que no resuelven el fenómeno de violencia sexual.