La historia de otros: ideología del derecho procesal europeo y su trasplante a América Latina

The history of others: ideology of European procedural law and its transplant to Latin America

A história dos outros: ideologia do direito processual europeu e o seu transplante para a América Latina

L'histoire des autres: l'idéologie du droit procédural européen et sa transplantation en Amérique latine


Artículos
Recibido: 01/04/2020
Aprobado: 01/07/2020

Autores

Diego López Medina

Doctor en Ciencia Jurídica por la Universidad de Harvard y Magíster en Leyes de la misma institución. Abogado y filósofo de la Pontifica Universidad Javeriana. Miembro fundador del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (Dejusticia). Profesor titular de la Universidad de los Andes. dlopez@uniandes.edu.co.

Resumen

El derecho procesal europeo ha construido su propia historia a partir del derecho romano y el impacto de los derechos populares de los pueblos germánicos que lentamenteinvadieron el espacio geográfico europeo. El tratadista clásico italiano Giuseppe Chiovenda(1872-1937)ofrece una buena síntesis de la historia de este processo communeeuropeo. Los autores y tratadistas latinoamericanos han adoptado esta narrativa histórica y laofrecen, sin más, como la versión oficial de la historia de nuestrasinstituciones procesales. El problema es que,de esta manera,la historia local termina siendo la historia de otros. El elemento germánico espresentado como lo popular y folclórico y termina subordinado a la presencia elegante de un espíritu jurídico romanotécnicamente superior. Esta estrategia ha invisibilizadotambiénel elemento popular en la gestión de conflictos en América Latina.La historia europea oficial también ha descartado lo popular germánico como fuente de irracionalidad en el procesojudicial y probatorio. El artículo revisa historiografía reciente para mostrar que el procesamiento popular-germánico de las disputas no eranecesariamente “irracional”ni brutal.Para finalizar, el artículo aboga por la necesidad de empezar a hacer, verdaderamente, una historia del proceso en América Latina que no se contente con importar la ideología de los constructos europeos todavía vigentesen la literatura dominante del derecho procesal. La historia de otros ha bloqueado la propia.Solo una historiografía cercanapuede ayudarnos a encontrar el processo communelocal o, lo que es lo mismo, la interacción entre dinámicas sociales difusas y la regimentación especializada, diferenciada y burocratizada del derecho estatal.

Palabras clave: Historia del proceso judicial, derecho germánico, derecho romano, derecho latinoamericano, juramento, processo commune europeo, doctrina clásica del derecho procesal

Abstract

European procedural law has built its own history on Roman law and the impact of the popular rights of the Germanic peoples that slowly invaded the European geographical space. The Italian classical treatise writer Giuseppe Chiovenda (1872-1937) offers a good synthesis of the history of this European common process. Latin American authors and writers have adopted this historical narrative and offer it, without further ado, as the official version of the history of our procedural institutions. The problem isthat, in this way, the local history ends up being the history of others. The Germanic element is presented as the popular and folkloric and ends up being subordinated to the elegant presence of a technically superior Roman juridical spirit. This strategyhas also made the popular element invisible in Latin American conflict management. Official European history has also discarded the Germanic popular as a source of irrationality in the judicial and evidentiary process. The article reviews recent historiography to show that the popular-Germanic processing of disputes was not necessarily "irrational" or brutal. In conclusion, the article argues for the need to begin making a true history of the process in Latin America that is not content with importing the ideology of the European constructs still in force in the dominant literature of procedural law. The history of others has blocked one's own. Only a close historiography can help us find the local common process or, what is the same, the interaction between diffuse social dynamics and the specialized, differentiated and bureaucratized regimentation of state law

Keywords: History of the judicial process, Germanic law, Roman law, Latin American law, oath, processo commune europeo, classical doctrine of procedural law

Resumo

O direito processual europeu construiu a sua própria história sobre o direito romano e o impacto dos direitos populares dos povos germânicos que invadiram lentamente o espaço geográfico europeu. O escritor clássico do tratado italiano Giuseppe Chiovenda (1872-1937) oferece uma boa síntese da história deste processo comum europeu. Autores e tratados latino-americanos adoptaram esta narrativa histórica e oferecem-na, sem mais delongas, como a versão oficial da história das nossas instituições processuais. O problema é que, desta forma, a história local acaba por ser a história dos outros. O elemento germânico é apresentado como o popular e folclórico e acaba por ser subordinado à presença elegante de um espírito jurídico romano tecnicamente superior. Esta estratégia também tornou o elemento popular invisível na gestão de conflitos na América Latina. A história oficial europeia também descartou o popular germânico como uma fonte de irracionalidade no processo judicial e probatório. O artigo analisa historiografia recente para mostrar que o processamento popular-germânico de disputas não foi necessariamente "irracional" ou brutal. Em conclusão, o artigo defende a necessidade de começar a fazer uma verdadeira história do processo na América Latina que não se contente com a importação da ideologia das construções europeias ainda em vigor na literatura dominante do direito processual. A história dos outros bloqueou a sua própria história. Só uma historiografia próxima nos pode ajudar a encontrar o processo comum local ou, o que é o mesmo, a interacção entre as dinâmicas sociais difusas e a regimentação especializada, diferenciada e burocratizada da lei estatal.

Palavras chave: História do processo judicial, direito germânico; direito romano, direito latino-americano, juramento, processo commune europeo, doutrina clássica do direito processual

Introduction

Los abogados tenemos un gran problema epistemológico y práctico para entender el vasto campo de la gestión y transformación de conflictos. Es un problema de conocimiento disciplinar canónico que, por incompleto y sesgado, genera obstáculos para quien quiera adelantar una práctica profesional más comprehensivayperspicaz.Estepuntociegoproviene,enparte,delosprincipios fundamentalesdederechoprocesalforjadosapartirdelavisiónpanorámicayde larga duración de la historia judicial europea que nos formó la doctrina clásica europea en la que estudiamos. Esta historización del proceso judicial europeo la comenzaron autores alemanes en el siglo XIX; y la terminaron y aclimataron al mundo latino, al comienzo del XX, italianos, bajo la conducción disciplinar de Giuseppe Chiovenda(1872-1937).

La historia del proceso judicial europeo se ha convertido, por vía de suinfluencia y prestigio doctrinales, en parte de la comprensión adoptada, diríase impostada, del derecho latinoamericano3. Toda escuela dogmática tiene la misión de reconstruirsuhistoriainstitucionalparatrazarunanarrativaqueunaydésentido al pasado, presente y futuro. La historia básica que se da en el comienzo de los cursos de derecho parece erudita e insulsa: pero estas historias básicas construyen el horizonte básico de comprensión de las disciplinas y de las prácticas.Europeoscontinentales(especialmentealemaneseitalianos)ytambién inglesesyestadounidenseshicieroneseesfuerzoporhistorizarsusprocesosysus jueces en el largo y productivo siglo XIX. Los resultados historiográficos que Chiovenda resumió en sus obras se han recibido en América Latina como parte de nuestra propia historia oficial. Este trasplante histórico-doctrinal genera consecuencias ideológicas fundamentales que quiero discutir, criticar y, ojalá, trascender, en la dirección propuesta en el presentetexto.

Trataré de sustentar esta acusación contra la ciencia procesal euro-latinoamericana e intentaré elaborar unas cuantas recomendaciones para liberar nuestra imaginación académica y práctica de la cárcel de la historia europea, donde ha estado encerrada cerca de 120 años. Esa pena está ya más que cumplida y deberíamos reclamar mayor libertad intelectual y política. En el presente escrito me centraré en el trabajo de Giuseppe Chiovenda como suma y cima, a la vez, de esta narrativa clásica. Las ficciones chiovendanas se repiten acríticamente en los textos del espacio eurolatinoamericano: son parte de una historia ya canónica del tema, consagrada por la repetición y cómodamente atrincherada en el lugar de una historiografía remota y difícil que nadie, en sus cabales, se atrevería volver a re-correr críticamente. Son hipótesis generales (en un género mixto entre la historia, la jurisprudencia y la especulación) sobre el derecho medieval europeo que, a pesar de la importancia que los doctrinantes jurídicos les otorgaron en su momento, están muy alejadas de las preocupaciones prácticas del presente. Pero estas historias sobre el medioevo europeo son esenciales para entender a quién le otorgamos autoridad para resolver conflictos (jurisdicción) y si esa autoridad es exclusivamente estatal o si, por el contrario, es compartida con espacios populares y sociales difusos (en una confrontación fundamental entre monismo versus pluralismo jurisdiccional). Emprendo este esfuerzo de revisión, no como historiador (ni mucho menos como medievalista), sino como crítico latinoamericano de la cultura jurídica. Aspiro a que esta crítica pueda ser útil para ampliar y quizás trascender la configuración actual de la ‘ciencia’ del derecho procesal y las severas limitaciones que nos lega su actual fundamentación histórica.

Las conclusiones (explícitas e implícitas) de la narrativa chiovendana son falsas e inconvenientes para los proyectos jurídico-procesales contemporáneos en América Latina. Estos proyectos son prácticos y académicos al mismo tiempo: por solo mencionar dos, tenemos un gran rezago práctico en la calidad y oportunidad de la gestión estatal de los conflictos y, al mismo tiempo, un pobre conocimiento de la articulación entre la gestión social y la gestión estatal de los conflictos. Los problemas de conocimiento generan problemas de acción. Una visión más amplia y reflexiva nos permitirá criticar la historia canónica del proyecto europeo de la ‘ciencia del derecho procesal’ que pasa, apresurada y esquemáticamente, de la supuesta ‘irracionalidad’ del proceso medieval a la incuestionada ‘racionalidad’ moderna y progresiva del derecho moderno.

Dividiré este argumento en seis secciones: en la primera daré un breve contexto sobre el nacimiento de una ciencia del derecho procesal en la obra de Giuseppe Chiovenda y las implicaciones de este desarrollo intelectual en la consolidación del estado jurisdiccional eurolatinoamericano. Luego, en la segunda parte, desarrollaré la ‘historia del proceso’ que Chiovenda nos propone como la dialéctica entre el aporte ‘romano’ y el aporte ‘germánico’, para develar, en esa dicotomía, que ‘lo germánico’ es el nombre histórico con el que se designa la gestión popular, indígena y autóctona de conflictos por oposición a los sistemas estatales formalizados, eruditos y especializados que están en construcción hacia el siglo XII con el apoyo, entre otras causas concurrentes, del renacimiento del estudio universitario (en el studium generale) del derecho romano. En la tercera parte me adentro en el tema central de este texto: mostraré cómo se dio la recepción de esta historia europea del proceso en América Latina y cómo sirvió, paradójicamente, para negar la existencia de lo popular, autóctono, indígena y social local que se disolvió mágicamente en la historia de ‘lo germánico’ europeo. En fin, una historia europea del proceso propuesta por Chiovenda que imposibilitó la reconstrucción seria y sistemática de la historia del proceso en América Latina. Aquí mismo mostraré cómo el derecho procesal latinoamericano ha negado el lugar y el tiempo de la gestión social de conflictos en su historia y legislación. En la cuarta parte argumentaré, además, cómo la gestión social del conflicto en América Latina ha sido invisibilizada en esta narrativa abstracta de ‘lo germánico’, y trataré de describir los espacios y foros (históricos y actuales) donde lo popular sigue siendo esencial para entender la respuesta social al roce y al conflicto. En la quinta parte trataré de mostrar que ‘lo germánico’, es decir, ‘lo popular’, ‘lo indígena’ y ‘lo social’ no constituye, como se afirma desde la doctrina dominante, un despliegue de irracionalidades que han sido definitivamente superadas por la ‘racionalidad’ estatal del proceso judicial moderno. Es necesario desprenderse de este prejuicio para lograr una mejor comprensión de la articulación entre lo social y lo estatal en la gestión de conflictos. En la sexta y última parte del presente ensayo presentaré algunas conclusiones programáticas que ojalá sean útiles para un redireccionamiento de la ‘ciencia procesal’.

Resultados y discusión

Contexto del nacimiento de la ‘ciencia del derecho procesal’ en la obra y tiempo de Giuseppe Chiovenda

En la célebre ‘prolusión de Bolonia’ de 1903, Giuseppe Chiovenda hace una síntesis de la dogmática procesal alemana y ofrece a sus lectores una nueva ubicación y conceptualización de ‘la acción en el sistema de los derechos’. La gestión de conflictos en foros sociales locales, costumbres históricas y procedimientos premodernos y descentralizados se topó de frente con las exigencias de una ascendente modernidad estatal, fincada en el progreso y la evolución social y muy optimista de las posibilidades de su ampliada capacidad jurisdiccional, burocrática y técnica. La ley centralizada y racionalizante habría de ocuparse ahora de la regulación detallada de los procedimientos para la resolución de conflictos ante jueces exclusivamente estatales.

Este cambio exigía una nueva doctrina procesal que reflejase y acompañase la centralización de la justicia en cortes estatales y procedimientos codificados en la ley. Las cortes estatales asumían así de manera excluyente la doble naturaleza, como poder y como servicio, que implica la ‘jurisdicción’. Con ello se perfeccionó definitivamente la construcción de una de las bazas de la soberanía política del Estado: el monopolio jurisdiccional , que pasó a ser artículo de fe de su estructura constitucional y jurídica

Esta narrativa es reiteradamente contada por los procesalistas del espacio cultural eurolatinoamericano, quienes identifican, al comienzo del siglo XX, el nacimiento de una ciencia jurídica autónoma a la que se unirán con entusiasmo. Esta ‘ciencia del derecho procesal’ sería ahora la encargada directa de acompañar a los jueces y tribunales altamente estatalizados, burocratizados y especializados del Estado moderno en la construcción de una ‘doctrina’. La ‘doctrina’ es el nombre que se le dio en la Antigüedad tardía, y luego en la Edad Media, a los discursos clarificadores y sistematizadores de los evangelios que empezaron a producir las autoridades teológicas y eclesiales. Esta literatura acompañante de los textos sagrados se hizo imprescindible para identificar, precisar y anunciar con autoridad las verdades teológicas, cosmogónicas y éticas del cristianismo. La noción de ‘doctrina’ fue útil en el derecho porque su estudio consistía también, como en el cristianismo, en el comentario de fuentes primarias que tenían toda la autoridad normativa, pero que requerían de estudio, interpretación, crítica y sistematización para que fueran genuinamente operativas. Para la altura del año 1900 (en Inglaterra, Francia, Italia y Alemania, por solo hablar de los países del core global), el perfil de conflictividad social se había diversificado y la demanda de justicia había aumentado por el impacto de la conflictividad social emergente de masas urbanas en procesos aceleradísimos de cambio social (Durkheim, 2012) . Este cambio en el perfil de conflictividad fue el producto de la más reciente ola de urbanización masiva y pauperización económica y moral en la que las poblaciones sufrieron dislocaciones (físicas y espirituales) provocadas por la migración y el reasentamiento que exigía la industrialización. La población enfrentó una profunda desorientación en los nuevos contextos espaciales y vitales en que se insertaba; experimentó la ansiedad de niveles aumentados de inseguridad, crimen urbano y represión estatal; sufrió el malestar originado en las disputas en los mercados de tierras y vivienda y en la articulación, frente a actores más poderosos y sofisticados, a los sistemas de salario, comercio y crédito; su hogar, antaño centro de confort y estabilidad, sufrió también disrupciones en el concepto y las prácticas de la familia tradicional. En fin: el conflicto cambió, aumentó y se agudizó como producto del desarraigo/rearraigo multidimensional que experimentaron los nuevos trabajadores de la ciudad industrializada.

Este nuevo menú de conflictividad se ve teñido además por una atmósfera ideológica más crítica y pesimista: no predominan ya las narrativas de una ‘sociedad’ entre ‘socios’ y ‘compañeros’ políticos que halan al unísono hacia un ‘bien común’ orgánico o un ‘interés general’, que dominaban al inicio de la Ilustración (a mediados del siglo XVIII) y que el liberalismo político pretendía conservar. En su lugar aparecen nuevas construcciones ideológicas que enfatizan los antagonismos entre individuos y clases. La discordia se vuelve lugar común de arranque y el presupuesto del análisis político, social y jurídico (ver Simmel, 1904; 1971, pp. 73 y ss.): está, en primer lugar, el aporte de la economía clásica de los siglos XVIII y XIX que rechaza el mito de la sociedad pastoril armónica y habla, en su lugar, de individuos que compiten tenazmente y donde las ganancias de uno implican pérdidas para el otro; desde ese mismo sitio ideológico, se habla de individuos que tienen que sostenerse sobre sus propios pies a través de un ejercicio intenso de iniciativa y esfuerzo económico donde los más débiles serán necesariamente relegados. Frente a una sociedad urbana en discordia, la prestación de servicios de justicia se vuelve determinante (Simmel, 1971, p. 73).

En estas teorías económicas, la asignación clara y definitiva de derechos de propiedad y contratos se vuelve una precondición básica del funcionamiento social. Los individuos competirán por el acceso a estos derechos, que serán determinados por las reglas jurídicas legislativas y en la adjudicación judicial de conflictos. Esta dinámica de especialización funcional y competencial lleva al sociólogo francés Émile Durkheim (1858-1917) a mostrar que la ‘civilización’ no constituye necesariamente una mejora moral de la vida humana:

[CITA] Si, por lo demás, se analiza este complexas mal definido que se llama civilización, se encuentra que los elementos de que está compuesto hállanse desprovistos de todo carácter moral. Es esto sobre todo verdad, en relación a la actividad económica que acompaña siempre a la civilización. Lejos de servir a los progresos de la moral, en los grandes centros industriales es donde los crímenes y suicidios son más numerosos […] Hemos reemplazado las diligencias por los ferrocarriles, los barcos de vela por los trasatlánticos, los pequeños talleres por las fábricas; todo ese gran desplegamiento de actividad se mira generalmente como útil, pero no tiene nada de moralmente obligatorio. (Durkheim, 2001, p. 59) [CITA]

Pero, como es bien sabido, esta narrativa bien pensante de la discordia social tendrá versiones aún más profundas y ácidas. Teóricos sociales de la izquierda crítica hablarán de lucha de clases, de una sociedad partida por dinámicas de explotación, sobretrabajo y plusvalía, donde el conflicto individual es apenas expresión y ejemplo de conflictos estructurales más profundos e inevitables. En ambas versiones, la liberal y la marxista, la sociedad moderna parece un espacio donde los individuos están en curso de choque entre sí. Se trata de discordia competitiva que aumenta la productividad pero que tiene que ser rápidamente atendida por el Estado para que sus costos no sean mayores que sus pretendidas utilidades.

No solo hay más conflictos, sino que los marcos ideológicos dominantes de la época resultan más propicios para el aumento de la percepción de su existencia e importancia estructural. La ciudad europea industrializada, en algunas de sus versiones más oscuras, evoca escenarios generalizados de conflictividad . No en vano la sociología y la psicología de la época se lanzan ávidamente, en algunas de sus principales expresiones, a hacer exploraciones del conflicto: nace el esfuerzo extrajurídico de hacer una ‘conflictología’ desde las ciencias sociales. Muchos de estos científicos sociales querían mantener el contacto con la ciencia jurídica y sus preocupaciones; el derecho, sin embargo, respondió con su tradicional autarquía, soberbia e indiferencia, reforzadas naturalmente con el dominio, al menos en Europa, de una marcada aversión positivista a la interdisciplinariedad.

Las nuevas ciencias sociales, la literatura y la expresión estética ‘realista’ de finales del XIX y comienzos del XX dan una clara idea de los paisajes convulsos y conflictivos de grandes ciudades europeas, donde se mezcla, al mismo tiempo, el entusiasmo y la desesperanza. Los sociólogos de la época observan con cuidado y aprehensión las dinámicas del conflicto y la sociedad parece revelar profundas líneas de fractura. En estos ambientes urbanos se está construyendo la dogmática procesal que luego sería ávidamente leída en América Latina. Pero los doctrinantes europeos, influenciados por el historicismo y el romanticismo, todavía no han dado el paso decisivo hacia el realismo y el sociologismo. Están construyendo nuevas sistematizaciones, pero lo hacen bajo el embrujo de los viejos materiales y formas de pensar. No construyen aparentemente cosas nuevas, sino que explican y sistematizan las ya existentes. Sus textos tienen ciertamente respuestas específicas a problemáticas del entorno, pero el tono doctrinal dominante en la ciencia del derecho impide que se argumente en el marco de contextos-fines-propósitos-consecuencias-políticas; se prefiere, en su lugar, el círculo argumentativo de ley-doctrina jurídica establecida-lógica conceptual-sistematización

La ‘ciencia del proceso’ de la que habla Giuseppe Chiovenda a partir de 1903 nació como un esfuerzo de élites jurídicas por continuar una ciencia histórica y una ciencia dogmático-sistematizadora del derecho. Su gesto era más bien autista desde el punto de vista de políticas públicas y entornos sociales. Pero su autismo teórico y metodológico no quiere decir que no haya respondido a una necesidad imperante. Sin ello, de hecho, no hubiera florecido. Arrancó en cierto aislamiento de su entorno social. Pero su utilidad, en realidad, tenía que ver con condiciones sociales de su época. En el ambiente europeo de finales del XIX y comienzos del XX, la estatalización de la justicia estaba alcanzando nuevas cotas y presiones. La antigua función meramente coordinadora de la justicia real y cameralista estaba dando paso a una justicia estatal monopólica que quería asumir el peso completo de las tareas de mantener orden social frente a la realidad de los conflictos (ahora leídos como ilícitos en contra del derecho estatal). De forma quizás inconsciente, la nueva dogmática procesal ofreció un marco sistemático (con posteriores traducciones legislativas) para el desarrollo de una justicia estatal institucionalizada, burocratizada y especializada que debía servir ahora al conflicto de las grandes masas urbanas.

El liderazgo científico y doctrinal de esta ciencia dogmática se dio en Alemania e Italia: allí aprovecharon a cabalidad el posicionamiento académico de sus universidades y profesores, que habían construido una amplia, aunque no necesariamente útil , literatura sobre la materia a partir del siglo XII, pero ahora retomada y reenergetizada en el XIX. La ciencia jurídica culta de Bolonia y París se mantenía viva y saludable, y este capital intelectual europeo les permitió asumir y continuar el liderazgo disciplinar. Ninguna otra ecología intelectual o política en el mundo podía siquiera hacer sombra frente al peso innegable de sus investigaciones histórico-jurídicas. Además, Alemania e Italia solo se habían unificado recientemente como Estados, superando así una dinámica feudal multisecular de diversidad de foros judiciales y derechos municipales. La ciencia abstracta se vio estimulada y, a la vez, alimentó un propósito político concreto.

El nuevo énfasis en lo estatal, sin embargo, produjo un olvido mayúsculo: la nueva dogmática se focalizó de manera exclusiva en la justicia hegemónica de los Estados nacionales emergentes y abandonó el esfuerzo por entender o articular el espacio social difuso de la gestión de los conflictos que quedó así relegado a la historia feudal. El Estado asumió que este espacio social se extinguiría para que sus componentes diluidos se integraran definitivamente en el proyecto de monopolización estatal de la ‘justicia’. El Estado asumía así un papel preponderante en las tareas de control social. El tándem, antaño integrado, entre formaciones sociales y Estado, dio paso ahora a una separación absoluta de esferas. La dialéctica hegeliana que relacionaba con facilidad la ley, la moral y la eticidad, de un lado, y el Estado, el mercado y la sociedad civil del otro, fue reemplazada por una implacable especialización funcional donde el Estado tenía la misión de disciplinar a la sociedad y al mercado, que se imaginaban como esferas separadas y diferentes. El Estado se empeñó así en lograr soberanía jurisdiccional absoluta, y la doctrina jurídica procesal lo acompañó con un énfasis marcado en el papel de la ley y del proceso estatal. La dogmática de los juristas se enfocó a ofrecer descripciones y sistematizaciones de este derecho estatal que posibilitaron su extensión de la modesta justicia subsidiaria y supletoria de las comunidades o de la Cámara real a verdaderas jurisdicciones con proyectos para copar el espacio territorial y social. Con ello se fue disminuyendo el espacio vital de funcionamiento de los foros sociales de gestión de conflicto. El Estado asumió soberanía jurisdiccional para crear un orden social más integral y homogéneo basado en la ley, y confió que tendría la capacidad administrativa y burocrática de responder al incremento exponencial de la demanda para la resolución de conflictos entre urbanitas aislados que no compartían, como en los escenarios rurales de los que se diferenciaban, espacios comunitarios densos. En este cambio de énfasis nació la moderna ciencia del derecho procesal, que se desentendió y desconectó así del extenso pluralismo socio-jurisdiccional dominante en el largo ‘feudalismo’ europeo.

El problema empieza, incluso, por la conceptualización cambiante e inestable que las diferentes corrientes de la ciencia jurídica del siglo XIX hacen de los foros sociales dispersos de gestión de conflictos. Los juristas románticos europeos del siglo XIX (de filiación historicista y conceptualista ) tenían todavía una apreciación marcadamente positiva de estos mecanismos de gestión social. Como el historicismo los lleva a construir el derecho desde el ‘pueblo’ y sus ‘costumbres’, observan con atención y aprecio los foros locales. En estos foros se revela todavía una cierta hibridez entre las costumbres comunitarias inveteradas y un parcial proceso de formalización en leyes municipales (que no logran todavía el estatus de nacional-estatales, ni pretenden ser integrales o innovadoras). Este cruce fecundo aumenta la legitimidad y la eficiencia de la gestión social del conflicto.

En Hugo, Savigny y los historicistas originales (ca. 1790-1830), la gestión social aparece como práctica y privilegio del Volk: es en el pueblo en que se manifiesta un espíritu popular que permite la reconstrucción del derecho popular (Volkrecht). La fuente de este derecho está en la costumbre y los usos. El derecho folklórico puede ser recogido parcialmente en derecho legislado; puede también ser elaborado y depurado en el derecho técnico de los juristas, pero a pesar de esta absorción parcial en el derecho formal de legisladores y juristas, conserva su identidad, potencia y autonomía relativa frente al Estado. El Estado complementa el derecho social difuso para darle fuerza, certidumbre y obligatoriedad, pero la costumbre social retiene y aporta al proyecto estatal sus normas sustanciales y procesales, con la legitimidad, espontaneidad, eficacia y eficiencia que exhibe. Sus virtudes provienen de los procesos sociales populares que encarna (Savigny, 2008).

La gestión popular-folklórica de conflictos fue legitimada en la primera mitad del siglo XIX europeo bajo el impulso del creciente nacionalismo alemán, italiano e inglés. Se apreciaba lo propio y lo local como expresión de un espíritu popular nacional que se desplegaba orgulloso para distinguirse de otras naciones que aspiraban a entrar a la historia universal. Esta versión romántica de la modernidad jurídica construye al Estado en diálogo con la sociedad históricamente existente. Este historicismo está presente en la celebración y conservación de las interpretaciones social-populares del common law inglés, del droit coutoumier francés y de los elementos autóctonos presentes en la Alemania sajona, la Italia longobarda y la España visigótica. Por remoto y arcano que parezca, aquí es de donde arranca el elemento histórico de la moderna ciencia del derecho procesal que ha llegado impensadamente a América Latina. Pasaremos a revisar ahora las implicaciones de esta narrativa histórica romántica en la configuración de la conciencia disciplinar contemporánea del derecho procesal.

‘Germánicos’ y ‘romanos’ como representaciones ideológicas en el derecho procesal

En varios de sus textos, Chiovenda presenta a sus lectores un resumen de la evolución histórica del processo comune italiano. Este ‘proceso común’ es un ensamblaje estilizado de las características comunes de los sistemas procesales locales en los diferentes Estados italianos con anterioridad a la reunificación nacional (Chiovenda, 1989). La narrativa chiovendana resume, para el caso italiano, la integración entre los derechos tribales y comunitarios de los pueblos ‘germánicos’ y el derecho académico y elegante de las universidades que, desde el siglo XII, rescatan el derecho romano. El processo comune es, pues, una gran abstracción, y como toda abstracción, representa y falsifica al mismo tiempo. Esta historia chiovendiana de convergencia entre elementos dispersos fue muy importante para el nacionalismo italiano de finales del XIX y su proyecto político y doctrinal de unificar el derecho procesal como derecho del Estado legislativo y jurisdiccional. Hipostasiar un ‘proceso común’ ya existente consolidó la materia prima para que el Estado procediera a legislar un código unificado; la abstracción del ‘proceso común’ preexistente mitigó, en parte, la imposición del derecho nacional unificado sobre los foros y procesos locales.

La narrativa histórica básica que ofrece Chiovenda (1922) es la siguiente: “el proceso civil moderno en Italia, como en la mayor parte de las naciones de Europa, es la resultante de la fusión de varios elementos, sobre los que descuellan el romano y germánico” (p. 1).

Esta es una forma sintética de decir que el denominador común del estilo forense dominante en la Europa de los siglos XIII a XIX era una mezcla de los elementos populares y comunitarios de resolución de conflictos (a los que se les asignaba una identidad ‘germánica’) y de los elementos más técnicos, cultos, librescos, formalizados y civilizados de jueces y juristas que hablaban latín y que ya tenían una educación técnica en derecho (que provenía, a su vez, de una identidad ‘romana’). Esta teoría de la mezcla era un ‘descubrimiento’ novedoso de los historiadores alemanes del derecho del siglo XIX: antes de esa literatura se llegó a creer que el proceso común era exclusivamente de matriz romana, pero se descubrió que muchos de sus elementos venían del ‘proceso germánico’ popular de la antigua Edad Media .

El ‘elemento germánico’ es, por tanto, una abstracción más arriesgada y difícil: cubre todas las formas tribal-comunitarias de resolución de conflictos de Europa occidental en un periodo extenso de tiempo (600 a 1100 AD), bajo la ficción de que provienen de un estilo común de gestión de conflictos compartido por un grupo etnocultural amplio. La caracterización de ‘lo germánico’ cubre también la sobrevida que esos elementos tuvieron luego de la recepción del derecho romano en el siglo XII y hasta la época de las codificaciones nacionales europeas en los siglos XVIII y XIX. Este elemento germánico es compartido, según los autores, por francos y borgoñones, longobardos, sajones y anglos, alemanes y visigodos, y luego se transmite y arraiga en los foros municipales y locales de gestión de conflictos en la baja Edad Media, en la medida en que estos grupos se van cristianizando y su antigua identidad tribal va hundiéndose en una memoria latente. La historiografía jurídica dominante se ha concentrado en la historia procesal de los bárbaros que se asentaron en lo que luego serían los países europeos centrales (Francia, Italia, Inglaterra, Alemania y España). La historia del proceso de otros pueblos ‘bárbaros’ germánicos (como vándalos, hérulos, jutos y suevos) es menos conocida; y mucho menos investigada aún la ‘justicia’ de los pueblos ‘bárbaros’ no germánicos, sino túrquicos, eslavos e iranios, que terminaron por conquistar otras zonas euroasiáticas por fuera del core eurooccidental. Algunas de estas formaciones jurídicas tribales lograron consolidarse y formalizarse fuertemente en Inglaterra y Francia (Anglia e Imperio Carolingio) donde se empezó a hablar, con nombre propio, de un common law y de un droit coutoumier de los pays du nord. Mientras la Revolución francesa abortó el desarrollo de una hibridación Estado-sociedad en el droit coutoumier, los ingleses, y por su influencia en Estados Unidos y toda la Commonwealth de naciones, el common law medieval siguió siendo fundamental en su conciencia histórica y política.

Para Chiovenda , pues, ‘lo germánico’ es un conveniente resumen de muchos elementos que circulan por la historia de los procesos europeos: se habla, en un amplio campo de sinónimos, del elemento popular, de las costumbres y usos, del derecho de los bárbaros, del derecho primitivo, del derecho arcaico, del derecho preclásico, del derecho premoderno, del derecho folklórico, etc. Estas diversas conceptualizaciones jurídico-antropológicas darían paso, con el avance del siglo XX, a un listado aún más largo de denominaciones que se van yuxtaponiendo. En el campo semántico se mantienen muchos de los viejos conceptos que adquirirían con el tiempo un tono peyorativo que no tenían en los juristas románticos que originalmente las expusieron ; ya en los siglos XX y XXI se incorporan varios otros conceptos en los que se continúa la lucha entre juristas positivistas y estatalistas (que desvalorizan el mundo amplio y difuso de la gestión popular y de los conflictos) y ciertas nuevas sensibilidades teóricas (que provienen de la antropología, del comunitarismo, de ciertas corrientes del socialismo, en fin, de diversos ‘pluralismos’) que lo reclaman y lo revalorizan. Se habla aquí, bajo la sombrilla amplia del ‘pluralismo jurídico’, de justicia comunitaria, justicia indígena, justicia profana o laica, justicia de vecinos, justicia asociacional, justicia popular (otra vez), justicia alternativa, justicia informal, mediación social y un largo etcétera. Cada uno de estos conceptos tiene una historia individual y hay tensiones entre ellos, pero pertenecen, al final, a una misma familia de sensibilidades políticas y jurídicas, aunque en manifestaciones y proyectos muy dispersos de los que no podemos dar cuenta ahora.

¿Cuál es el aporte —se pregunta Chiovenda— de este amplio elemento germánico al processo comune italiano? Aquí Chiovenda recoge las conclusiones de la investigación académica de los alemanes del siglo XIX y encuentra un abigarrado listado de características:

‘El proceso germánico’ se caracteriza por su brevedad y simplicidad; es un derecho popular, vivo y simple, que va de forma directa a sus objetos. Su propósito no era el de formar el pleno conocimiento del ‘juez’, sino resolver el conflicto entre las partes (Chiovenda, 1922, p. 238). ‘El juez’ es colectivo y comunitario: existía una amplia participación de la comunidad en el proceso. Los casos, de hecho, se presentaban y debatían ante una asamblea popular o ante jurados donde se daba trámite y juzgamiento comunitario y participativo a los casos. El elemento germánico inspira, pues, una justicia popular de participación directa, con asamblea, jurado popular de conciencia y luego, con el tiempo, de escabinato . Los ancianos y los sabios tenían una voz especialmente respetada. El objeto del ‘proceso germánico’ era múltiple: se ventilaba el agravio y se creaba el espacio para la toma de conciencia recíproca entre victimario y víctima, discusión comunitaria ampliada, aceptación voluntaria de una determinación de la situación ocurrida, cambio de actitud basado en la neutralización del conflicto y, así, reconstrucción de la paz social. Toda esta gestión buscaba, en últimas, impedir la venganza social inmediata en contiendas a muerte o vendettas.

Para lograr esto, sus elementos técnicos eran sencillos y directos: demandante y demandado hacían sus alegaciones en juramentos preliminares. El objeto de la prueba, especialmente la de juramento, se encaminaba a probar, no los hechos, sino la sinceridad y credibilidad de las afirmaciones hechas. En la doctrina jurídica se habla de juramentos decisorios (del pleito), supletorios (de otras pruebas), asertóricos (de afirmaciones) o purgatorios (en los que se cree para purgar las posibles dudas que haya sobre el demandado o el acusado). Como la invocación de Dios valía tanto en este mundo germánico cristianizado , las afirmaciones se hacían con una imprecación a la divinidad para que castigara al perjuro. La violación del juramento era grave: la gente temía perder su alma en la eternidad por el pecado cometido. El sentido de culpa y obligación frente a Dios eran fuertes y compartidos.

Según Chiovenda, el objetivo del ‘proceso’ era dirimir el pleito, darle conclusión a la discordia para restaurar la paz social. Para ello participaban otros miembros de la comunidad como con-juradores de las partes, pero se examinaba, no la veracidad de sus dichos, sino su sinceridad y apoyo al litigante. El juzgamiento de la sinceridad del juramento o de los cojuramentos se hacía, si no se lograba solución rápida, frente una fuente trascendente que funcionaba como oráculo . La prueba, por medio del oráculo, se dirigía al demandante y a la comunidad, y no al juez. En el mundo germánico cristianizado el oráculo se transformó en alguna forma de juicio del Dios cristiano que se manifestaba por ordalías de diferente tipo. El procedimiento era naturalmente oral y sin instancias superiores ni posibilidad de apelación.

La historia chiovendana del elemento germánico no es enteramente consistente; sin embargo, habla de algo popular, simple y directo. Pero también, a contrapelo, sugiere que la influencia de la cultura popular y de las creencias religiosas hacía del ‘proceso’ algo formal y solemne que respondía a su invocación trascendente y taumatúrgica. Así, el proceso no arranca con una mera litis denunciatio, sino con una litis contestatio solemne donde las partes, cara a cara, anuncian su voluntad formal de pleitear frente a la comunidad entera. Es un combate o duelo formal que adopta forma de juicio imbricado en el mundo mítico-religioso de la comunidad. La prueba de este juicio es formal e incontrovertible: se da completa deferencia si un número tasado de conjuradores o si Dios corroboran las afirmaciones del reclamante. Se dice, por tanto, que el elemento germánico es el antecedente del principio de prueba tarifada que los códigos modernos y contemporáneos rechazan en su orientación empirista, racionalista y objetivista. Aunque los juicios eran naturalmente orales, la llegada de la escritura a las comunidades generó la costumbre de transcribirlos, por lo que se le imputa al elemento germánico, con la misma facilidad, la aparición del principio de expediente y escritura como forma técnica de adelantar el proceso. Al demandante se le emplaza para que concurra ante el ‘juez’ y allí se le notifica la demanda, en dos actos separados y formales. El juramento tiene carácter de ‘prueba’ decisiva: es asertórico de los hechos, y no promisorio ni estimatorio. Hoy se rechaza tal juramento asertórico porque no creemos que partes interesadas sean capaces de vencer sus intereses para confesar la verdad. En un mundo desencantado, además, no podemos creer que la invocación de Dios pudiera asegurar, por sí sola, la sinceridad y veracidad de lo jurado. Aunque existen límites a lo que se puede decir, pensamos que la declaración de parte es eso, parcial y sesgada, y que se usa fundamentalmente para investigar resquicios o incoherencias en la teoría del caso de la contraparte. Como el juicio es comunitario, implica la celebración de un evento social con proclamas públicas para la citación de terceros indeterminados con ‘interés’ en el proceso. Es un proceso privado, porque las partes lo dominan, pero es comunitario, porque es en presencia de todos, es parte del cotilleo de la comunidad y vincula a todos en sus resultados. Se dice, por tanto, que domina una comprensión privada-dispositiva del proceso, a pesar de su imbricación y consecuencias comunitarias. El mismo proceso y las mismas técnicas probatorias sirven para lo civil y lo penal, y no existe una clara distinción entre estas esferas (hoy especializadas y técnicas) de la gestión del conflicto social.

Como el ‘elemento germánico’ se despliega en la Edad Media reciente o tardía (ss. XII a XV), en medio camino de la formación del poder del Estado nacional-territorial, los autores lo caracterizan ambivalentemente entre ‘jurisdicción’ y ‘arbitraje’, aunque sus decisiones sean socialmente obligatorias. La ejecución de los laudos se hace en procesos sumarios de ejecución civil que proceden por embargos y secuestros de bienes que se realizan con recursos y fuerza privada (no estatal) y que dependen, por tanto, de la presión social y de los mecanismos de vergüenza y violencia que la comunidad ejerza sobre el ejecutado.

La caracterización chiovendana del proceso germánico de gestión de conflictos es dispersa e inconexa. Es difícil ver la secuencia del ‘proceso’, sus pasos y el detalle de su funcionamiento. Su objetivo explícito es más bien mostrar características indeseables, por irracionales, que ya han sido trascendidas en el derecho moderno y que ayudan a explicar, por contraste, los principios de una verdadera ciencia moderna y civilizada del proceso. Esta ‘ciencia del proceso’ tiene como objetivo normativo identificar las mejores técnicas y prácticas procesales y probatorias para llegar a la verdad probable de lo sucedido, restablecer la paz social e imponer las consecuencias legales que terminaron reemplazando el viejo proceso germánico.

Para Chiovenda, de otro lado, ‘lo romano’ es lo contrario de ‘lo germánico’. Es el influjo de un proceso más técnico, más profesional, más civilizado y más racional. El proceso romano parece más consonante con el racionalismo jurídico moderno, que se supone anticipado por las dinámicas prácticas (pero ya técnicas y racionalizadas) del derecho romano. Al contrario de los derechos folklóricos, el derecho romano ya había abandonado, según los autores, su faceta más religiosa y primitiva en un proceso de transición del fas al ius. Por esa misma razón, el derecho romano no es solemne, ritual ni taumatúrgico. Menos sencillo, inmediato y espontáneo, pero también, y sin contradicción, menos solemne y ritualista. El objetivo del proceso romano es formar la convicción empírica del juez, no comprobar la sinceridad del juramento del demandante. El juramento no tiene importancia en el marco epistemológico romano, como sí en el germánico. La prueba no es el privilegio del demandado para restaurar su honor (en el juramento o el juicio de Dios), sino la carga del demandante para dar plausibilidad a la verdad. Él tiene que probar la plausibilidad de su reclamo y no esperar a que Dios emita su juicio. Las pruebas admiten contrapruebas (lo que no es posible en el juramento o en el juicio de Dios) y eso cambia completamente la finalidad, el tono emocional y el ritmo de la fase probatoria que se vuelve, por necesidad, antagonista y ‘adversarial’. El juez neorrománico debe evaluar las pruebas y pronunciar un juicio sobre ellas. En el proceso germánico, como hemos visto en contraste, la prueba es unilateral y decisoria del caso. Por eso en el derecho romano hay una distinción más rotunda entre la fase probatoria y la sentencia final que emite el juez, mientras que en el germánico la ordenación probatoria constituye, por sí misma, la decisión del caso. En el proceso germánico la fase probatoria termina con una sentencia interlocutoria prematura que ya obliga al juez y a la comunidad y en la que se dice quién ha de emitir el juramento asertórico. La sentencia que defiere el juramento a una de las partes es, por tanto, decisiva del caso. Para Chiovenda, finalmente, lo romano también es un elemento controlado por el derecho del Estado que tiene, además, funcionarios e instituciones especializados en su trámite. ‘Lo romano’ es el fruto de un imperio políticamente consolidado, mientras que ‘lo germánico’ proviene de una mezcla heterogénea y variable de grupos pre- y, luego, subestatales: Sippe , tribu, confederación, etc. Su estatus político es más ambiguo y ciertamente no tenían ‘Estados’ aún bien consolidados a lo largo de la alta Edad Media, en donde coexisten con imperios y reinos todavía en formación.

No tengo idea alguna si esta historia que Chiovenda transmite (y de lo que no es autor original) es confiable o no. Comparado con historiadores del derecho medieval posteriores, la narrativa de Chiovenda es dispersa y fragmentada. De su lectura no es fácil salir con una idea clara de cómo era el proceso en el Medioevo remoto germánico y cómo este dio pasó al proceso tardomedieval y a la formación del processo comune romano-germánico. Chiovenda trae un cierto resumen de la ciencia histórica alemana del XIX que fue minuciosa, pero, al mismo tiempo, profundamente nacionalista y cuyas técnicas historiográficas (todavía lejanas de los estándares más contemporáneos) suscitan hoy fundadas sospechas. Es evidente, además, que la historiografía de la época tenía piezas sueltas del rompecabezas, pero todavía no tenía bien armada la secuencia procesal ni se preguntaba por la relación entre el proceso y el contexto para tratar de reconstruir la funcionalidad y racionalidad pragmáticas de las instituciones. Su explicación se queda trabada en la comprobación de que se trataba de un derecho arcaico e irracional que, sin embargo, llegó a tener alguna sobrevida institucional al mezclarse con lo romano y lo canónico. Se trata, además, de una historiografía romántica fundamentalmente abandonada por la ciencia del derecho contemporánea y que solo mantiene algo de su vigor en el pequeño círculo de los medievalistas jurídicos . Podemos decir, sin arriesgar mucho, que esta narrativa chiovendana tiene algunas verdades, algunas falsedades y algunas especulaciones incontrastables. Más aún: de su lectura no queda clara, para nada, la panorámica del funcionamiento del derecho germánico de la Alta Edad Media ni la del processo comune de la Baja Edad Media italiana. Pero eso, por ahora, no importa.

La recuperación del derecho romano en el studium generale de Bolonia es parte de un primer renacimiento de los saberes que se consolida en una forma específica de saber: la escolástica. Esta escolástica conceptualista, sin embargo, luego tendría un descenso estrepitoso por la influencia del segundo Renacimiento y luego por el cambio copérnicano que en filosofía y epistemología inician Galileo y Descartes y que luego continúa en la marea inatajable de racionalismo, idealismo y empirismo como secularización radical del pensamiento filosófico.

Importa, sí y mucho, saber que esta narrativa ha sido repetida, normalizada y naturalizada como historia del proceso y de la ciencia del derecho procesal en el espacio eurolatinoamericano. Es efectiva y real porque cuenta una historia que es ampliamente creída en la enseñanza del derecho, y no tanto porque haya ocurrido así; se trata, de hecho, de una historia demasiado genérica y abstracta como para que haya ocurrido de esa manera concreta en algún sitio específico de Europa; y, más allá de eso, no puede ser cierta de ninguna manera para el mundo amplio y difuso que se conoce con el nombre genérico de ‘América Latina’. Con todo, esta historia abstracta configura los límites del derecho procesal, especialmente aquellos que se dan entre el derecho estatal y el derecho social-popular. Esta es, por mucho, la frontera más extensa de la ciencia del proceso. Importa mucho saber dónde se traza la línea y qué queda adentro y qué afuera de los esfuerzos y de las investigaciones disciplinares.

Pero regresemos por un momento a la escena europea para terminar: en Chiovenda, a pesar de todo su aparente sincretismo cultural, el elemento romano no pesaba lo mismo que el elemento germánico. No se trataba de un verdadero sistema ‘mixto’, ‘común’ o ‘intermedio’. El processo comune italiano no era, en realidad, romano-germánico. Según sus palabras

[CITA]Aunque me ha parecido prudente abstenerme, por ahora, de afirmaciones generales, me atrevería a decir que también en el derecho moderno ha seguido prevaleciendo el elemento romano. Pues ciertamente las características más salientes del proceso germánico y sus derivados, el concepto de juicio, la prueba formal y, por ende, la legal, la exageración del juramento, las censuras en el procedimiento, el principio de preclusión y el eventual (salvo pocas aplicaciones subsistentes), etcétera, han desaparecido; y, por el contrario, son romanas las ideas fundamentales sobre la relación procesal y sobre la prueba, cuando menos. De este modo somos mucho más romanos en nuestro proceso de lo que lo fueron nuestros padres, pues en muchas instituciones la legislación y la ciencia nos han vuelto a llevar al derecho romano puro. (Chiovenda, 2002[1901], p. 36) [CITA]

Después de todas estas consideraciones, Chiovenda termina por revelar un sesgo latino-romanista: lo romano y lo germánico no son dos fuerzas iguales que se unan para formar una tradición mixta o híbrida. Para él, más bien, ‘lo romano’, sinónimo de lo racional-estatal, se apodera de lo germánico, sinónimo a su vez de lo popular-irracional. En vez de ser dos elementos de una misma mezcla, Chiovenda está proponiendo en realidad una historia de avance y progreso: lo germánico cede espacio a lo romano y está bien que así sea. Este avance tiene otras manifestaciones terminológicas: lo primitivo avanza hacia lo moderno; lo premoderno da lugar a lo moderno; el proceso socialmente imbricado al proceso estatalmente especializado; lo taumatúrgico, mítico y religioso del sentir popular a lo lógico-racional. En la historia de Chiovenda, lo germánico tiende a desaparecer en un proceso incontenible de racionalización y estatalización de la justicia. ‘Lo germánico’ es, en últimas, el disfraz doctrinal tras el que se esconde la gestión social-popular no especializada y no racional de los conflictos en la historia jurídica europea.

La historiografía jurídica de Chiovenda habla de ‘lo germánico’ en Europa, pero reserva y proyecta al resto del mundo las etiquetas, más cargadas, de ‘lo aborigen’, ‘lo primitivo’, ‘lo salvaje’ y ‘lo indígena’. El ‘proceso común romano germánico’, más aún, el ‘derecho romano-germánico’, son conceptos que recogen, aunque oscuramente, el sincretismo entre el derecho popular-tribal y su elaboración técnica en un derecho elegante y letrado que el Estado se va apropiando. La narrativa chiovendana, por tanto, también da la falsa idea de que ‘lo germánico’ ha sido definitivamente trascendido en una historia de progreso hacia lo formal-estatal donde se manifiesta la razón y la lógica en la gestión de los procesos. La gente, así, ha dejado de ser miembro de sus pueblos, grupos y comunidades primitivas y ha adquirido la identidad de sujetos políticos en relación y dependencia con el Estado y su proyecto de control social .

Los bárbaros en América Latina: recepción local de la historia procesal chiovendana

Chiovenda tuvo y tiene muchos epígonos en España y América Latina. Sigue siendo considerado el padre de la ‘ciencia del derecho procesal’ en una disciplina que, como pocas, ha custodiado y engrandecido su propia hagiografía; dice Osvaldo Gozaíni (2009): “con Chiovenda se abandona el estudio puntual del procedimiento y se inicia la ciencia del proceso, propiamente dicha” (p. 14). Su influencia es comprensible: ‘traduce’ y compendia del alemán al italiano, y por esa vía al español también, el acervo histórico de la alta doctrina procesal europea que a lo largo de siglos se había escrito en latín medieval y que la ciencia jurídica alemana (con sus saberes filológicos e historiográficos) ahora controlaba y transformaba a sus anchas. Más que un innovador por derecho propio, Chiovenda es un conector y diseminador de pensamiento. El lugar señero que ocupa Chiovenda ha llevado a que la doctrina procesal latinoamericana haya recorrido los mismos caminos, no solo en la conceptualización sistematizadora, sino en la reconstrucción histórica. La ciencia procesal chiovendana, como buena hija del romanticismo historicista alemán, tiene como prolegómeno necesario la historia; en la opinión generalmente muy respetada del español Niceto Alcalá-Zamora y Castillo (2001): “dentro de los productos de Chiovenda, me parecen superiores los ensayos a las obras generales […] Y entre los ensayos […] Romanismo y germanismo en el proceso civil” (p. 75). También Eduardo Couture (1932) estima que en la historia del derecho procesal europeo “los documentos fundamentales […] son los de Chiovenda” (p. 332) .

Esta narrativa histórica chiovendana es recogida, sin asomo de crítica o reflexión, en la mayoría de las ‘partes generales’ de la manualística dominante en el ámbito hispanoamericano. A estas discusiones eruditas sobre derecho medieval nadie presta mayor atención por razones obvias. Pero, mal que bien, trazan los límites básicos del campo. Esta historia aparece intocada en sus líneas generales, en la obra de Niceto Alcalá-Zamora (2001), Hernando Devis Echandía (1961), Hugo Alsina (1963) y Oswaldo Gozaíni (2009) . Estos cuatro libros muestran la envidiable resiliencia de la narrativa a lo largo del siglo XX y en lo que va del XXI. Aunque solo sea de manera algo ceremonial y ligera, los estudiantes de derecho de hoy siguen siendo expuestos a ella. El eco chiovendiano se escucha fuerte y claro en todas estas obras, que forman la ideología básica de la disciplina procesal y probatoria. Bastará con algunos ejemplos, donde los textos mismos revelan con facilidad la progenie chiovendiana de la historia trasplantada a América Latina:

En el Tratado de derecho procesal civil de Hernando Devis Echandía (1961), el derecho romano es el fruto de ‘una apreciable evolución’ en la ‘ciencia del proceso’:

[CITA] … en él la función judicial se deriva de la soberanía del Estado, siendo pública por consiguiente, y el proceso se considera como un instrumento de certeza y paz indispensable. El juez es una especie de árbitro que decide las controversias de las partes con su criterio y conforme a la ley. […] Pero habría desafortunadamente un retroceso histórico en el paso de la antigüedad romana a la oscura noche del Medioevo: […] A la caída del imperio romano se impone en esta rama [del derecho] como en todas, el crudo derecho germánico, en el cual la divinidad habría de fallar los conflictos mediante modos especiales de manifestación de su voluntad, tales como el llamado juicio de Dios. […] [en lo germánico] el proceso es una función de la comunidad a la que acude el lesionado en demanda de ayuda y composición; el fallo deriva su fuerza primariamente del pueblo y más tarde del rey. (pp. 67-68) [CITA]

Para Hugo Alsina (1963), “la facultad de juzgar entre los bárbaros, pueblo errante y aventurero, residía en el pueblo, y, como no tenían leyes escritas, los juicios se resolvían de acuerdo con las tradiciones conservadas de los ancianos” (p. 213). Los demás tópicos chiovendanos se suceden uno tras otro en la doctrina hispanoamericana: “como se ve, el proceso germánico es más formulista que el romano, le da al juez menos facultades y a las partes menos medios de prueba” (Devis Echandía, 1961, p. 68). La conclusión valorativa es contundente: “el sistema germánico […] fue sin duda un retroceso en la evolución del derecho procesal” (Devis Echandía, 1961, p. 68), o alternativamente, “[se] demuestran inferioridad originaria del sentido jurídico [de los germanos]” (Alsina, 1963, p. 216). La situación afortunadamente habría de mejorar en el vaivén histórico de la historia de larga duración: el derecho germánico iría retrocediendo con la aparición del derecho canónico y el renacimiento del derecho romano entre los siglos XII a XIV. Gracias a este trabajo civilizatorio, nace el proceso común que, como lo decía Chiovenda, es más romano que germánico. Pero, según Devis (1961), “[las] reminiscencias del formalismo germánico constituyeron una de las causas de la lentitud y complicación del proceso que aún perduran en nuestros días, como lo observa el profesor José Chiovenda” (p. 69).

Esta forma de lectura es claramente etnonacionalista y constituye, no tanto un aporte historiográfico, como un ataque romanista contra la amenazante ciencia jurídica alemana en las luchas globales entre juristas por lograr influencia en el espacio de la comparación y los trasplantes entre naciones. El tratamiento que hacen italianos, españoles y latinoamericanos de la historia del derecho procesal es un esfuerzo, para nada sutil, de reclamar la preponderancia de ‘lo romano’ y, más ampliamente, de ‘lo latino’

Este esfuerzo es quizás entendible en el nacionalismo italiano de finales del XIX y comienzos del XX, pero resulta paradójico y contraintuitivo en juristas que hablan desde una América Latina caracterizada por el ‘subdesarrollo’ económico, la debilidad del Estado y la insoslayable presencia de comunidades indígenas y mestizas en situaciones de acentuada pobreza rural y urbana y todavía precariamente absorbidas y atendidas por las dinámicas totalizantes de un incipiente Estado ejecutivo y jurisdiccional. Esa América Latina todavía ocupaba parcial y asimétricamente el espacio de lo premoderno, de lo tradicional, de lo consuetudinario y, en últimas, de lo primitivo. Para nuestra élite de juristas académicos, en cambio, el derecho romano-germánico es, en últimas, genuinamente latino, y lo que tiene de ‘germánico’ constituye más bien un lastre

En el mismo sentido, Alcalá-Zamora subraya menos la hibridación del proceso romano y germánico en la Edad Media temprana, que la recepción universitaria, curial y cameralista del derecho romano que ocasionó que los juristas elegantes y los Estados modernos fueran abandonando, ‘para bien’ en sus propias palabras, los derechos nacionales germánicos entre los siglos XII y XVI. De esa forma, el derecho romano se impuso de la mano del poder real como “instrumento para afirmar su poder sobre banderías nobiliarias y particularismos locales” (Alcalá-Zamora, 2001, p. 64). En eco a esta posición, los procesalistas latinoamericanos subrayan con particular énfasis y celo las ‘irracionalidades’ germánicas que su ciencia moderna del derecho procesal ha pretendido eliminar. Generan así un contraste entre el derecho barbárico que ha sido definitivamente trascendido y el derecho técnico y científico que ha creado una tradición académica y legislativa a la que ellos pertenecen.

Por esta vía, pues, España y América Latina contarían incluso con mejor suerte que Italia, donde lo germánico-longobardo tenía que ser necesariamente acomodado en la historia del proceso y del derecho procesal. En cambio, el derecho español y el de América Latina provienen de una línea genealógica más ‘limpia’ si se la compara al de Alemania o Italia. Así, la Ley de Enjuiciamiento Civil española de 1855 proviene, en términos generales, de la Partida III de Alfonso el Sabio que, “como texto de derecho común medieval, proviene en su mayor parte de fuentes romanas” Alcalá-Zamora, 2001, p. 61). El tronco familiar queda así en gran parte purificado de la presencia de ‘lo germánico’: para Niceto Alcalá-Zamora (2001) “podríamos decir que las instituciones procesales vigentes en los países americanos de habla española son hijas de la Ley de 1855, nietas del Código Alfonsino y bisnietas del derecho romano” (p. 61).

A esta historia dominante en América Latina (donde lo germánico es descriptiva y normativamente subordinado a lo romano y a lo estatal-moderno) solo se le propone, a mediados del siglo XX, una alternativa que, a pesar de su interés, terminó siendo marginal. El profesor uruguayo Eduardo Couture, tan interesante y profundo como era en sus investigaciones, ofreció para América Latina una alternativa de reconstrucción de la historia medieval europea. En breve resumen, Couture afirmó que, contrario a lo que pensaban los ‘latinistas’ chiovendianos, el proceso popular germánico exhibía mayor valor que lo romano: el Estado visigótico, en efecto, organizó un derecho público procesal que se materializó en el Fuero Juzgo; este código legal traducía al romance el antiquísimo Liber Iudiciorum o Lex Gothica. De él, afirma Couture (1948), quizás con algo de exageración: “yo tengo para mí que el fondo humano del Fuero Juzgo no ha sido superado, desde el punto de vista procesal, en los trece siglos posteriores” (p. 296). Couture era, para la época de esta afirmación (en 1948), un jurista reformista que enfatizaba, no tanto la racionalidad y conveniencia del derecho procesal estatal de su época, sino sus profundos defectos e inconsistencias. El principal problema del proceso latinoamericano, en su conjunto, era su exacerbado individualismo, que se manifestaba en el dominio ilimitado del ‘principio dispositivo’. El individualismo convertía el proceso en una relación de mero derecho privado, “en el cual la voluntad de los particulares se sirve del Estado como instrumento de discernimiento de la justicia y de coacción para cumplir el fallo […]” (Couture, 1948, p. 309). El derecho germánico era loable porque concebía el proceso como relación de ‘derecho público’ y hacía de la igualdad procesal entre las partes su principio esencial. Couture cita con gran entusiasmo algunas máximas del Fuero Juzgo que, imbricadas en su famoso Decálogo del abogado (Couture, 1948, p. 296), son parte del humanismo reformista por el que terminó siendo tan reconocido dentro de la disciplina procesal. Couture es, dentro de la ecología intelectual de los procesalistas, el autor que más arriesga un discurso emotivo del ‘corazón’ (un cierto esprit de finesse a la Pascal) frente a la retórica más bien seca y técnica de sus colegas (que refleja, por oposición, un esprit de géométrie cartesiano). Couture (2003b) pondera ‘el escrúpulo de la igualdad’ del Fuero Juzgo y lo echa de menos, por contraste, en el derecho individualista moderno: [CITA]Todo hombre que tiene pleito y lo da a algún hombre poderoso para que por su ayuda de poderoso pueda vencer a su adversario, debe perder la cosa y el pleito, aunque lo demande con derecho. Y el juez, si aquel poderoso quisiera intervenir en el pleito, puede prohibirle que lo haga. Y si el poderoso no lo quisiera dejar ni quisiere salir del pleito, el juez le debe exigir dos libras de oro, una para sí y otra para la otra parte, y echar al poderoso fuera del juicio por fuerza. (p. 298) [CITA]

El Fuero Juzgo (a pesar de lo exótico e irrelevante que parece) le sirve a Couture (2003a) para afirmar la crisis del derecho procesal civil de su propia época en:

[CITA]… casos en los cuales el principio de igualdad es un puro principio teórico, en contraste con la realidad de la vida. Se puede ver que de qué manera todo el sistema del proceso individualista desfallece, en aquellos casos en los cuales no hay igualdad ante la ley. Hoy percibimos cómo este sistema cruje y se rompe frente al obrero indefenso que litiga contra el industrial poderoso; frente al menor desamparado que litiga frente al padre que lo ha abandonado; frente al individuo aislado que litiga con el Estado omnipotente; frente a la mujer que tiene los necesarios escrúpulos de su pudor y de su virtud, ante el marido que la ofende y que la ultraja en la vida del hogar. Allí no hay igualdad frente a la ley. (p. 324) [CITA]

Los escritos de Couture bebían así de la sensibilidad de la nueva generación de juristes inquietes franceses e italianos de la época, poschiovendanos e interesados en responder a la ‘cuestión social’ mediante ‘reformas’. En el frente histórico, además, Couture ya conocía la obra del historiador español Eduardo de Hinojosa, quien había intentado ya avanzar en el estudio específico de lo ‘germánico-español’ en la larga presencia del estado visigótico en la Península Ibérica y en el lugar señero del Fuero Juzgo, mucho tiempo antes de la consolidación del derecho romano-castellano de las Siete Partidas. El estudio cercano de lo visigótico llevó a Hinojosa a considerar con enorme empatía el influjo germánico en España. Couture recoge esta nueva apreciación académica y cambia radicalmente la evaluación de las fuentes históricas del derecho procesal hispanoamericano que ha sido dominante en la doctrina: “desde el punto de vista político, es decir, en su fondo mismo de justicia, el derecho procesal de las Partidas, no supera aquel equilibrio maravilloso de libertad y autoridad, característico del Furo Juzgo” (Couture, 2003a, p. 304). A pesar de ello, se lamenta, serán las Partidas (y no el Fuero Juzgo) las que darán los principios fundamentales del derecho procesal en los territorios colonizados allende el mar.

Esta nueva historiografía a la que se acerca Couture, además, tenía una nueva comprensión de las relaciones entre derecho y sociedad: se trataba de una corriente ‘sociológica’ que apreciaba el valor del derecho popular y que buscaba encontrar, no solo el derecho formal vigente, sino el derecho efectivamente aplicado en las comunidades. En esta misma línea, los trabajos de derecho foral aragonés de Joaquín Costa también son reveladores de otra forma de comprender lo jurídico en el mismo momento en que el germanismo romántico da paso y se entronca con nuevos estudios de la naciente ‘sociología del derecho’, que se centran en una reapreciación del derecho consuetudinario. Con esos lentes, el derecho germánico era mucho más importante y valioso que lo que la escuela chiovendana dominante afirmaba. El caso hispanoamericano, para Hinojosa y Couture se trataba de una historia que no se limitaba a lo romano-castellano, sino que reclamaba un origen plural donde lo germánico e incluso lo mozárabe debían también ser rehabilitados. Eran estudios de ‘derecho vivo’ y no de ‘derecho vigente’. El derecho vigente, además, era tan solo teórico, sin aplicación efectiva en las comunidades de la península. Era la traducción al derecho de la visión, no interna y escolástica de los procesalistas italianos, sino más amplia y filosófica, en el ámbito de la cultura española general, de un Ramón Meléndez Pidal. Entre los procesalistas mayores latinoamericanos, solo Couture siguió esta línea historiográfica con cierta consistencia, pero sin ser plenamente consciente de la divergencia que ello implicaba frente a la dominante narrativa chiovendana. Así, por eso, su descripción del periodo medieval es notoriamente diferente a la historia oficial proveniente del consenso ítalo-latinoamericano liderado por Chiovenda.

Las consecuencias de la historia Chiovendana (a la que Couture, en realidad, no le hace contrapeso decisivo) son demoledoras en la doctrina procesal de la América Latina: A partir de ella, los autores locales niegan la existencia o el peso de lo social, de lo comunitario, de lo tribal o de lo aborigen indiferenciado en la historia local del proceso; no explicitan ningún espíritu popular de base que haya influenciado o marcado las demandas de justicia en las instituciones procesales formales; su historia es la de un Estado abstracto que construyó el derecho procesal de espaldas a esas presencias y heredades populares, autóctonas e indígenas. Nuestra doctrina procesal nunca llegó a reconstruir el ‘derecho popular’ con el orgullo de los románticos alemanes: ni el indígena precolombino, ni el indígena en la hibridación con las instituciones coloniales, ni el popular-social posterior de sectores más hispanizados o blanqueados que, en todo caso, preservaban parcialmente sus propias dinámicas comunitarias dentro de sus folkways. Estos derechos fueron totalmente invisibilizados por la llegada del derecho real español (que, como hemos visto, reclamaba ser fundamentalmente ‘romano-castellano’) y del derecho canónico (también ‘romano’). Los derechos nacionales posteriores fueron igualmente concebidos dentro de esta lógica estatista y antisociológica. Los elementos ‘germánicos’ que allí sobrevivían eran pocos, estaban desapareciendo y, finalmente, eran imposibles de comprender o de traducir para el contexto de las ‘Indias occidentales’.

Esta suerte de ‘lo germánico’ europeo afectó la historia y la comprensión de ‘lo aborigen-indígena-social-popular’ en América Latina, al menos en los círculos de los abogados letrados y de su interpretación de las tareas de la ‘ciencia procesal’. La doctrina procesal afirma enfáticamente que el proceso común hispanoamericano (otra abstracción formada de los derechos nacionales poscoloniales del continente, con excepción de la República Dominicana ) es español y, por esa vía, puramente romano. En el viaje de lo español a América desaparecieron las últimas trazas de lo aborigen e indígena europeo, por lo que no fue posible el análisis de lo aborigen o indígena local y su influencia en los estilos nacionales de gestión de conflictos. Esta disposición historiográfica invisibiliza con mucha fuerza los múltiples derechos populares de la región que nunca han aparecido con suficiente notoriedad en la historia oficial del proceso.

La estrategia chiovendiana se despliega en América Latina con una variación importante que la hace más alarmante y peligrosa: como aquí no existía ‘lo germánico’, ninguno de los doctrinantes latinoamericanos de la larga y dominante tradición chiovendana reclamó el espacio de lo local, de lo consuetudinario y de lo popular como fuente (en cualquier sentido) de los procesos judiciales del Estado-nación moderno. La doctrina procesal latinoamericana nunca ha lidiado a profundidad con el fenómeno de articulación del derecho popular disperso en el derecho estatal centralizado, ni en la etapa colonial ni en la moderna . Pero hay un punto adicional: si la doctrina procesal no lo hizo a finales del siglo XIX, a pesar de su fundamentación en el historicismo alemán, el derecho legislado (español o de las nuevas repúblicas) fue incluso más reacio a aceptar un proceso de hibridación entre lo popular y lo estatal. Esto puede corroborarse de manera somera a continuación.

En la época colonial, el rey español impuso una idea de gobernanza basada en el ‘imperio directo’: el derecho español debía imponerse sobre el local, así como la religión católica sobre el fetichismo y el paganismo de las creencias indígenas. Los ingleses, en cambio, aceptaron alguna forma de ‘imperio indirecto’: permitieron que sus sujetos coloniales aborígenes continuaran teniendo sus propios usos y costumbres, que solo serían objetados por el Estado en los casos más importantes y amenazantes para el orden público (homicidios, etc.). El ‘derecho indiano’ español, por tanto, no implicó ningún reconocimiento amplio del ‘derecho indígena’. El ‘primitivismo procesal’ de los pueblos y de las poblaciones amerindias fue utilizado como estrategia de control político por parte de la metrópoli.

Pero la República latinoamericana del siglo XIX no fue procesalmente más pluralista que el Imperio español. Como hemos visto, el romanticismo no ejerció mayor influencia en los doctrinantes jurídicos latinoamericanos. Ellos, por su aspiración a identificarse con la doctrina europea, hubieran podido haber tenido algún gesto de ese tipo, análogo al rescate chiovendano (aunque fallido) de lo germano-longobardo. Pero no supieron replicar el gesto: copiaron los resultados de la historiografía europea sin preguntarse por su posible traducción a las condiciones locales. Más bien, los legisladores, juristas y políticos locales del siglo XIX tendieron a recibir influencias de varias versiones de pensamiento racionalista que circulaban por entonces. El romanticismo jurídico alemán temprano de Savignyestaba claramente fuera de sus posibilidades intelectuales y prácticas; el conceptualismo más maduro de finales del XIX (donde Chiovenda destacaba) era incluso más académico e inescrutable que el de Savigny. Como hemos visto, ni los juristas más sofisticados de la región parecen comprender esta peculiar ecología intelectual europea que emulan y repiten, pero cuyos métodos y propósitos no parecen entender o controlar a plena cabalidad. Ejecutan trasplantes teóricos impuros de sitios de producción a recepción con incomprensiones notorias frente a la situación local.

Como hemos dicho, los políticos y legisladores, que dominaban las leyes y los códigos, recibieron influencias de corrientes ‘racionalistas’. Una coalición amplia y abigarrada de ideas ‘ilustradas’, ‘utilitaristas’ y ‘positivistas’ los llevó a separar tajantemente entre ‘lo salvaje’ y ‘lo civilizado’. La legislación buscaba, en términos generales, tratar a los salvajes como ciudadanos de la República en igualdad de condiciones; pero esa igualdad solo podía ser asegurada paternalistamente a través de medidas de protección y recuperación de sus tierras que dependían, casi siempre, del Estado, de la Iglesia o de ‘protectores de indígenas’. Este racionalismo genérico dominó en América Latina y, como hemos visto, no hubo un romanticismo ‘germanista’ que pudiera hacerle contrapeso mediante una articulación más dialéctica entre ‘lo popular’ y ‘lo técnico’, y cuando ese germanismo llegó de alguna forma (en la doctrina procesal de Chiovenda, por ejemplo), sus consecuencias más importantes fueron desechadas porque la interpretación local se ancló literalmente a la noción europea de ‘lo germánico’, sin cuestionarse por su potencial traducción a ‘lo indígena’ local. Esta ceguera continúa hasta el día de hoy con una comprensión literalista (sin traducción) de ‘lo germánico’ todavía dominante.

El racionalismo dominó como fuente ideológica para lidiar con el problema indígena en la construcción de un derecho nacional en el siglo XIX. Su diagnóstico era típicamente ilustrado: el pluralismo de foros de gestión de conflictos era confuso y desordenado, generaba diferenciaciones injustificadas y falta de uniformidad en la aplicación de la ley entre clases y estamentos y, finalmente, condenaba a los ‘pueblos’ dispersos de la nación a vivir bajo una forma de vida ‘salvaje’. Este diagnóstico del racionalismo lo empujó a militar naturalmente a favor de la centralización y estatalización de todos los procesos populares en códigos judiciales omnicomprensivos y generales. El juez estatal asumió su monopolio. En la experiencia indígena (o popular, en general) no se vio nada de particular valor que mereciera ser rescatado en la decantación positivista de los procesos. La codificación bebió directamente de los nuevos códigos europeos y de su doctrina jurídica, no de los elementos endógenos locales.

El fuero indígena era el espacio más conspicuo (¡pero no el único!) de derecho popular en América Latina. Otros grupos y comunidades intermedias reclamaban también espacios para la gestión de conflictos, pero entre blancos y mestizos este reclamo se podía hacer más cómodamente a través del derecho a la propia familia, a la libertad de asociación, a la libertad de libre empresa y, en últimas, a partir de la garantía general del Estado a la autonomía de la voluntad privada. Estas nociones liberales no cubrían a todos los sujetos con la misma facilidad, porque tendían a favorecer los espacios sociales difusos que construían asociativamente blancos y mestizos prestigiosos.

La legislación decimonónica colombiana del fuero indígena muestra un buen ejemplo de este racionalismo monista en materia procesal, judicial y probatoria. La Ley 89 de 1890 (“por la cual se determina la manera como deben ser gobernados los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada”, según su colorida autodescripción) manifiesta una clara sensibilidad positivista en la que no hay espacio para acomodar lo popular-indígena dentro de los procesos legales dominados por el Estado. La estrategia general era comisionar a la autoridad eclesiástica para que, en diálogo con el Estado, fueron logrando la civilización de los salvajes. El objetivo de la ‘civilización’ era fundamentalmente de asimilación en la religión, el derecho y los procesos del Estado-nación criollo. Mientras se iniciaba este proceso de civilización, estas ‘incipientes sociedades’ serían regidas por un derecho especial y no les sería aplicable la legislación general de la República . Pero en los temas de justicia y gestión de conflictos, la ley buscaba un proceso civilizatorio más acelerado para los ‘salvajes’: la legislación general, es decir el código judicial ordinario, sería aplicado directa e inmediatamente por los jueces estatales a los conflictos intercomunitarios entre indígenas e “individuos o asociaciones que no pertenezcan a la clase indígena” (Ley 89 de 1890, art. 10). Pero eso no sería todo: el derecho estatal también sería aplicable directamente a controversias “entre indígenas de una misma comunidad, o de estos contra [sus] Cabildos” (Ley 89 de 1890, art. 11), o de una ‘parcialidad’ indígena con otra . Estos conflictos intracomunitarios, además, eran curiosamente degradados a mero derecho de policía mestizo: ya no serían resueltos por el juez de circuito sino por el alcalde del municipio al que pertenecieran en mero juicio de policía, pero siempre y, en todo caso, por el derecho estatal.

Lo popular, lo comunitario y lo indígena, pues, no se han reconocido en la doctrina histórica procesal, ni mucho menos en el derecho moderno creado por fiat estatal (bien sea el colonial o el de los nuevos Estados surgidos después de las independencias). Por comparación a las alturas que llegó a tener ‘lo germánico’ europeo, nunca llegó a consolidarse entre nosotros, más allá de los relatos marginales de algunos antropólogos , el potencial Volkrecht proveniente del derecho de los pueblos quichuas dominados por el Inca (en el Tahuatinsuyu, hoy Perú), ni de la cultura mexica-azteca (en México-Tenochtitlán, hoy México) , ni de la muisca (en la confederación de Bacatá y Hunza, hoy Colombia). Mucho menos se llegó a estudiar la posible construcción histórica de un ius commune o un processo comune que recibiera influencia mixta de conciencia popular e instituciones técnico-procesales del Estado. Si, de otra parte, no existen estos esfuerzos con relación a los imperios amerindios más ambiciosos, mucho menos se intentaron con relación a federaciones o pueblos más locales y aislados que terminaron siendo, con mayor razón, arrinconados cultural y políticamente en los proyectos de construcción de las identidades nacionales. Ni los pueblos dominantes ni los dominados ni los independientes cuentan en la historia del ‘proceso’.

Pero es obvio que los hombres y mujeres (indígenas, comuneros, negros, mestizos, campesinos, urbanitas, etc) de las Américas sí tenían (y tienen) sus procesos de gestión de conflictos en sus fueros o lugares originales; más importante, quizás, estos hombres y mujeres sí tenían (y tienen) sus propias comprensiones, preferencias y expectativas con relación al conflicto que también modelaban, de alguna manera, el actuar de los tribunales estatales cuando estos atraían la competencia para el conocimiento de sus causas. Lo popular entra en el derecho formal de muchas maneras: qué quiere y qué espera la gente después de demandar, qué consecuencias tiene el juzgamiento o la negociación sobre el estatus social de los litigantes, cómo se articula el reclamo profano del derecho con su tramitación y lenguaje técnico y especializado y cómo se aplica la resolución de los jueces en la comunidad conflictuada. Por supuesto que la ‘comprensión del mundo’ de la población afecta y condiciona todos los métodos y procedimientos de gestión de conflictos, incluidos el estatal (a pesar del aislamiento técnico-científico que reclama tener). La gestión de los conflictos es intensamente social, afectiva y emocional. La ‘justicia’ no es un atributo abstracto, sino que es una necesidad psico-sociológica que depende del mundo, de los valores y de las expectativas de la población. Estas descripciones mínimas (antropológicas, sociológicas y psicológicas) deben ser incorporadas para una reconstrucción más amplia de la ‘ciencia del derecho procesal’ que verdaderamente necesitamos.

La conclusión de todo esto es bastante paradójica: los europeos tuvieron una tradición académica que aceptó que su derecho y su proceso eran romano-germánicos (es decir, una mezcla entre lo civilizado y lo aborigen); mientras tanto, en América Latina, donde no existió entre las élites jurídicas un análogo del nacionalismo ‘germánico’, terminamos por ser puramente ‘hispano-romanos’, es decir, ‘civilizados’ por punta y punta. El problema es que esta narrativa de las élites jurídicas locales, tan necesaria en su proyecto de conectarse con el mundo académico de Italia, Alemania y España, era y es falsa (David, 2010). Las comunidades reales de América Latina, como es obvio, no eran hispano-romanas, pero sí tenían conflictos y sí tenían ‘procesos’ para gestionarlos. Los tienen hoy en día, como es todavía más obvio. Y sí había formas de hibridación y articulación entre estos procesos difusos y el derecho más formal y especializado del Estado. Pero esta historia, que sí resulta relevante para el pasado, el presente y futuro de nuestro derecho procesal y de la gestión de nuestros conflictos, no ha sido contada . Ha sido reemplazada, en la manualística procesal estándar, por una historia irrelevante que se repite incesantemente. Es hora de movernos hacia otro tipo de investigación.

De la historia impertinente del processo comune europeo a la historia necesaria de la interacción entre sociedad y Estado en América Latina

Intentemos, pues, una nueva traducción (una nueva comprensión) de ‘lo germánico’ para la ciencia del derecho procesal en América Latina. Para saldar cuentas con la recepción acrítica de la narrativa chiovendana, la primera conclusión sería decir que ‘lo germánico’ es apenas el nombre de lo autóctono y de lo indígena europeo. Debemos emular quizás el gesto de estudiar el impacto de lo tribal en lo estatal, en vez de simplemente repetir una historia europea del proceso que, sencillamente, no tiene conexión alguna con las comunidades locales de la América hispanizada. Es cierto que el Estado europeo es fruto de transformaciones y negociaciones con las comunidades germánicas, pero el Estado europeo que llega a América Latina y que se recompone desde las independencias criollas tiene que ‘conversar’ y ‘lidiar’ con otras realidades social-comunitarias. Para H. Patrick Glenn (2010):

[CITA]Las formas comunitarias de vida [de hoy] recuerdan de muchas maneras aquellas de los pueblos europeos en una etapa anterior a aquellos eventos principales, conocidos como renacimientos o ilustraciones, de los siglos XII primero y luego de los siglos XVII y XVIII. [Estas formas populares de vida] pueden evocar formas futuras, incluso presentes, de la vida europea. (p. 61) [CITA]

Con esta invitación de H. Patrick Glenn es posible voltear la mirada etnográfica sobre Europa para encontrar también allí derecho folclórico, primitivo e indígena, y no solo en su pasado ‘medieval’ . Europa también tiene, en todos los espacios, folkways, formas populares, sociales y tradicionales de expresar cultura, valores y también, aunque es más difícil de aceptar en el monismo jurídico ortodoxo, la existencia y validez del Volkrrecht-folklaw-derecho popular. ‘Lo germánico’, por tanto, no es específico o único de Europa. Para el historiador del derecho medieval Harold Berman

[CITA]El derecho popular europeo tuvo las siguientes características comunes con otros sistemas de derecho arcaico y primitivo: 1. Era mayormente tribal y local. 2. Era sobre todo consuetudinario; esto es, no era promulgado ni escrito. No había abogados profesionales o jueces u otros oficiales de la aplicación de la ley. No había profesores ni libros de derecho […]. 3. La misma comunidad administraba y aplicaba el derecho. Los medios típicos de imposición del derecho eran, por ejemplo, la llamada a viva voz que congregaba a la comunidad para perseguir a un criminal, la responsabilidad colectiva por las ofensas cometidas por un miembro, las asambleas públicas en los que los principales y la comunidad se reunían a escuchar los reclamos y a gestionar las cuestiones de la tribu o de la región y la última sanción era la expulsión. Estos elementos del derecho popular permeaban integralmente la vida política, económica, social y religiosa de la comunidad. 4. El derecho popular se preocupaba principalmente de controlar la violencia entre las familias. Tal violencia a menudo tomaba la forma de la venganza de sangre, que se controlaba a través de un sistema de indemnizaciones tasadas (wergeld, bot) pagaderas por los familiares del victimario a los familiares de la víctima. El sistema buscaba dar parámetros para la negociación de un acuerdo pacífico entre las partes en conflicto. 5. El control de las faltas se ejercía en juicio y se imponían sanciones comunitarias de carácter formalista y ritual que invocaban a una autoridad supranatural […]. 6. El derecho popular tenía un carácter sagrado. Especialmente entre los pueblos germánicos, que eran los más numerosos de Europa, se le daba un gran valor al honor, al sentido de la revancha como el medio de ganar la gloria en un mundo dominado por dioses en guerra y por un destino hostil y arbitrario […]. 7. Al mismo tiempo, el derecho germánico enfatizaba la camaradería y la confianza, especial (pero no exclusivamente) entre la familia extendida de origen. La protección colectiva de los miembros de la familia, llamada mund en el derecho anglosajón, y la protección de la paz del grupo, llamada frith, eran altamente valoradas […]. (Berman, 1978, p. 559)[CITA]

H. Patrick Glenn ha tratado de rescatar toda esta esfera de sentido que la ciencia del proceso ha abandonado a propósito. En vez de ‘derecho primitivo’, ‘derecho arcaico’ o ‘derecho antiguo’, propone hablar, en la posmodernidad ecocéntrica, de ‘derecho chtónico’. La expresión ha sido rescatada de la literatura del ambientalismo profundo en la obra de Edward Goldsmith (1992), The way: an ecological world view: pueblos y personas, no primitivos, sino que viven en contacto y armonía con la tierra (χθών, khthốn, ‘tierra’ en griego). En el contexto ecológico contemporáneo, hay una importante recuperación de los saberes de los pueblos chtónicos para los desafíos de la posmodernidad. Pero el origen griego de la palabra chton vuelve a poner la tradición europea en el centro y quizás ello no sea necesario. ‘Ctónico’ tiene, de hecho, muchos referentes análogos en otras culturas que quizás sean más expresivos del nuevo entorno de la discusión: los maoríes hablan de ‘Tangata Whenua’ (‘el Pueblo de la Tierra’); y en América Latina tenemos el concepto cercano y ya popularizado de la ‘Pachamama’- ‘Tierra Madre’ en quechua y aymara (Thomas, 2011). Podríamos hablar así, a pesar del barbarismo lingüístico, de derechos ‘pachamámicos’…

Pero una conceptualización exclusivamente indígena (telúrica y chtónica) tiene limitaciones para los propósitos de nuestro proyecto de reconstrucción de la ‘ciencia del proceso’: no solo estamos interesados en las ‘comunidades indígenas’ sino en todo el rango de comunidades, asociaciones y articulaciones de lo social que tienen peso efectivo en la gestión de conflictos y, de manera más general, en la articulación de normas en la interacción humana. Lo indígena también nos debe importar y de manera muy principal, pero no de forma exclusiva o excluyente. Lo popular-consuetudinario también opera en la gestión social de conflictos urbanos y no es necesario reducir el potencial amplio de una mirada genuinamente pluralista. Esto imposibilita que veamos las formas en que las comunidades e individuos del presente todavía somos parte de esa experiencia, no solo como individuos, sino como sujetos comunitarios etnografiables, miembros de grupos y asociaciones intermedias y con rutinas y prácticas de gestión de conflictos que están orgánicamente diseminadas en la vida social.

Los derechos populares de América Latina, por supuesto, no eran ‘germánicos’. A la luz de esta constatación, es evidente que los historiadores europeos no están hablando de ‘lo germánico’, sino de los ‘derechos indígenas o autóctonos’ europeos, cuya existencia misma Europa ha negado para proyectar el concepto de ‘lo indígena’ de manera exclusiva sobre las periferias del mundo. Por tanto, ‘lo germánico’ es la forma europea de historizar la presencia de ‘lo aborigen’ en sus ‘procesos judiciales’. ‘Lo germánico’, en la doctrina procesal de América Latina, es la forma de invisibilizar ‘lo indígena’. Y finalmente, lo más importante: esta es la historia de cómo el Estado llegó a pretender monopolizar la justicia, en exclusión de los espacios locales, de las tradiciones y costumbres, de las ‘parcialidades’ . Todos estos colofones son las verdaderas conclusiones que quedan susurradas al oído de los estudiantes cuando escuchan la narrativa chiovendiana, en su propia voz o por cualquiera de sus muchos ventrílocuos doctrinales.

Pero se impone programáticamente reemplazar estas orientaciones chiovendanas: tiene más sentido, por ejemplo, que estudiemos los espacios aborígenes de gestión del conflicto en nuestras comunidades indígenas de ayer y de hoy que la historia abstracta del proceso europeo. Si uno de los puntos cruciales de la ciencia del proceso es encontrar las técnicas, incentivos y mecanismos para reemplazar la venganza de la sangre por la tramitación procesal dialógica y mediada del conflicto grave, de nada sirve estudiar, como paradigma histórico, la venganza de sangre germánica (Hallsall, 1999, p. 9) . Este proceso legal, técnico y científico quedaría mejor fundamentado en el estudio, por ejemplo, de la ‘venganza de sangre’ entre los pueblos wayuu de la Guajira colombiana (Polo, 2002, p. 79) o, para ser menos exóticos, en su presencia inquietantemente común, por medio del homicidio sicarial o de los linchamientos populares, en la América Latina del presente

Esto se conecta inmediatamente con otro punto esencial en mi crítica a las ficciones históricas del chiovendanismo latinoamericano: hemos repetido que ‘lo germánico’ es la expresión en la dogmática histórica europea de la presencia derecho popular que articula procesos populares de gestión de conflictos. Es necesario afirmar que este derecho popular puede provenir ciertamente de comunidades y asociaciones del pasado (como se asume sin problema), pero también de comunidades del presente y del futuro. Hay también un presente etnográfico que se proyecta al futuro. En efecto: el ‘derecho popular’ también puede ser actual, de nuestras comunidades y asociaciones vivas y existentes, en relaciones más o menos coordinadas con el Estado. No tienen que ser ordenamientos ‘primitivos’ o ‘salvajes’, sino más bien ‘sociales’, ‘asociativos’ y ‘comunitarios’. Puede tener diferentes tipos de formalización e institucionalización que responden a dinámicas sociales difusas y autoorganizativas. Pueden ser espontáneos, pero también altamente sofisticados e institucionalizados. En el paso del XIX al XX, investigadores jurídicos (Otto von Gierke) y sociales (Émile Durkheim) ayudaron a hacer un mapa contemporáneo de la importancia de este componente comunitarista en el derecho (que el legalismo liberal e individualista dominante ha tendido a ocultar). Gierke y Durkheim son buenos ejemplos de autores que concentraron sus investigaciones en las dinámicas comunitarias, asociativas y solidarias que se expresaban en los sindicatos, en los gremios, en las juntas barriales, etc. Es el derecho de las Gemainschaften de los que hablaron Gierke y Durkheim en el quizás último suspiro académico del germanismo romántico y en el esfuerzo, quizás fallido, de mantener la presencia de lo comunitario dentro del derecho positivista del siglo XX. Este esfuerzo intelectual de Gierke y Durkheim (en el que hay una reelaboración importante de reflejos románticos) se ha mantenido vivo en los esfuerzos de socialistas y comunitaristas por estudiar las instituciones del ‘derecho social’. Pero el Estado luego se dio mañas para engullirse también este espacio: solo había sociedad civil si era específicamente reconocida por el Estado. Sin embargo, esta estatalización forzada no ha podido ser completa, a pesar de los intentos, en el terreno de la gestión social del conflicto.

La sociedad civil está constituida, para lo que nos interesa, como este espacio intermedio de familias, grupos y asociaciones donde hay conflictos y, al mismo tiempo, gestión social de los mismos. Se trata de un derecho popular amplio y diverso que trasciende, por mucho, la noción estrecha de folk predominante en el siglo XIX en la que se contraponía, de un lado, a las vanguardias cultas urbanas (que estaban civilizadas) y, del otro, a los grupos sociales subordinados (en ambientes rurales, pobres y marginalizados) a las que se les asignaba la creación de sentido cultural dentro de los límites estrechos de lo naíf y lo propiamente folclórico. Allan Dundes (1980) muestra en sus investigaciones que la noción de ‘grupo folclórico’ se expandió de manera significativa:

[CITA]En la década de los sesenta se entendía que los grupos sociales, es decir, los grupos folclóricos, estaban por todas partes a nuestro alrededor; cada individuo está inmerso en una multitud de identidades diferentes y sus grupos sociales concomitantes. El primer grupo en el que cada uno de nosotros nace es la familia, y cada familia tiene su propio folclore familiar. A medida que un niño se convierte en un individuo, su identidad también aumenta para incluir la edad, el idioma, la etnia, la ocupación, etc. Cada una de estas cohortes tiene su propio folclore, y como señala un folclorista, esto “no es una especulación vana” [...] Décadas de trabajo de campo han demostrado de manera concluyente que estos grupos tienen su propio folclore. (p. 7) [CITA]

Esta nueva comprensión de la presencia de los grupos sociales intermedios o ‘grupos folclóricos’ se expandió también en el derecho de la mano de la nueva antropología y sociología jurídicas. El pluralismo social, jurídico y jurisdiccional llevó a aceptar que los individuos pertenecían a múltiples grupos de referencia y que las ‘normas’ que regían la sociedad se construían en diálogos complejos entre estos planos. No se trataba exclusivamente de una legalidad estatal dominante, sino de ‘interlegalidades’ que a veces tienen relaciones de apoyo y confirmación, pero que a veces tienen tensiones normativas y valorativas explícitas. En este cuadro de intenso pluralismo jurisdiccional, uno podría hacer un listado de los grupos y asociaciones donde hay conflicto, pero también gestión del mismo. Estas asociaciones pueden estar perfectamente aceptadas y convalidadas por el Estado; otras pueden moverse en espacios de ‘alegalidad’ o incluso de ‘ilegalidad’.

En Colombia, en particular, la gestión social, popular y no-estatal de conflictos permite construir un largo listado. Aquí ofrecemos unos ejemplos no exhaustivos, pero necesarios para iluminar nuestro argumento. Este listado es heterogéneo: incluye relaciones altamente institucionalizadas y permanentes (como la familia) pero también interacciones contingentes donde los individuos, en todo caso, tienen roles, expectativas y formas de reclamación más o menos pautadas (como una fila de espera en el banco o en el estadio). En estas interacciones (densas o superficiales) se juega gran parte del orden social, mucho antes que aparezca la intervención de la jurisdicción estatal. En estos espacios se forman expectativas normativas y se pautan formas de reclamo, respuesta y corrección de la conducta; en algunos de ellos, incluso, los sociólogos y antropólogos del derecho (no así los juristas más ortodoxos) hablan de la existencia de verdaderos ‘derechos’:

1. El mundo de la familia, de la vecindad y de la amistad: familias nucleares y extensas; empresas y emprendimiento familiares; consejos familiares; ‘la cuadra’; ‘el barrio’; ‘el conjunto residencial’; inquilinatos; albergues; juntas de acción comunal; juntas de vecinos; asambleas y administraciones de propiedad horizontal; grupos de amigos; parches, parcerías, el pueblo, la vereda, el caserío, grupos y asociaciones de aficiones.

2. El mundo de las identidades étnico-comunitarias: grupos indígenas, comunidades afro, pueblo rom, campesinado, organizaciones campesinas.

3. Las tribus urbanas del presente: grupos LGBTI, identidades juveniles diversas, punkeros, emos, grupos por afinidad de aficiones.

4. El mundo de la asociatividad religiosa: iglesias y parroquias, organizaciones evangélicas, grupos de oración, voluntariado, sanghas budistas, comunidades y órdenes religiosas, seminarios, conventos, asilos y orfanatos

5. El mundo de la asociatividad política: partidos y movimientos políticos; asociaciones de defensa y promoción de intereses (animalistas, grupos LGBTI, pro- y contraaborto, etc.).

6. El mundo de la escolaridad: jardines, escuelas, colegios y universidades, con sus normas y una institucionalidad internas de solución de conflictos; jardines infantiles, asociaciones de padres de familia, asociaciones de colegios y universidades

7. El mundo de la asociatividad gremial: colegios y gremios profesionales, gremios y asociaciones industriales y comerciales

8. El mundo del trabajo: empresas y sitios de trabajo; sindicatos y gremios; disciplina militar y castrense; trabajo colaborativo;

9. El mundo del comercio: asociaciones comerciales, cámaras de comercio, acuerdos comerciales de distribución y zonificación (ilícitos y lícitos), establecimientos de comercio con clientelas habituales, centros comerciales, barrios comerciales, clústers comerciales, grupos empresariales, carteles económicos, mercados y centros de abasto

10. El mundo de las asociaciones libres: clubes sociales; asociaciones deportivas; logias masónicas; torneos y competencias deportivas; clubes de hobbies, afinidades y gustos

11. El mundo de la adscripción nacional compartida: la connacionalidad (en situaciones específicas), comunidades de migrantes, clubes de migrantes, barriadas de migrantes, clústeres económicos de migrantes, cámaras de comercio binacionales

12. Las asociatividad ocasional pautada: colas y filas en espacios públicos, hábitos e interacciones de conducción de vehículos automotores, usos mixtos de calles y calzadas, interacciones de conductores, ciclistas, motociclistas y peatones, comportamiento en espacios comunes (iglesias, parques, transporte público, aeropuertos, bancos, comercio, restaurantes, bares, hoteles y moteles…).

13. La asociatividad ocasional no pautada.

14. Otros espacios de asociatividad, control de expectativas y gestión de conflictos: prisiones, cárceles, patios carcelarios.

15. Asociatividades paralegales o ilegales: Derecho guerrillero, grupos delincuenciales, mafias, etc., justicia mafiosa, ‘gota a gota’, trata de personas, prostíbulos, distribución, mayoreo y minoreo de estupefacientes, acuerdos restrictivos del libre comercio.

¿Es irracional la ordalía y el juicio de Dios? Hacia una reconsideración del derecho popular

La narrativa chiovendana tiene una última y nefasta implicación que es preciso rechazar: por vía de Chiovenda, la ortodoxia procesal ha aceptado acríticamente la premisa de que lo social (lo primitivo, lo salvaje, lo indígena, lo germánico) es procesal y probatoriamente irracional. La doctrina jurídica ortodoxa, desde Chiovenda, no se ha puesto al día con los debates que antropólogos, historiadores, juristas y filósofos han dado sobre la pretendida ‘irracionalidad’ de la gestión ‘mágica’ y ‘oracular’ de los conflictos en los pueblos aborígenes, incluyendo los pueblos germánicos. Desde la última ola de germanismo que Chiovenda reporta (y en la que están congelados, incluso, libros procesales recientísimos ) por supuesto que ha corrido mucha agua bajo el puente. Hoy en día tenemos más y mejores investigaciones que permiten tener una visión más clara y completa de elementos que Chiovenda expone de manera dispersa y desarticulada. Entre los procesalistas latinoamericanos, solo Couture se ha opuesto a la lectura prejuiciosa de la ‘invasión de los bárbaros’: “se produce la invasión, pero no en la forma de ola de sangre que se acostumbra a afirmar tradicionalmente” (Couture, 2003a p. 293).

Esta revuelta contra la asumida ‘irracionalidad’ del pensamiento primitivo (en sus formas de tratar, por ejemplo, la enfermedad, el crimen o el conflicto) es vinculada al trabajo seminal de Evans-Pritchard en sus descripciones de los nuer y de los azande ; con posterioridad, en un momento brillante en los años cincuenta y sesenta, la antropología jurídica empezó a tratar con mayor respeto, deferencia y profundidad la ‘mentalidad primitiva’ de pueblos africanos: en este punto son esenciales los trabajos de Paul Bohannan entre los tiv, de Max Gluckman entre los barotse y de Lloyd Fallers entre los busoga . Empoderados por esta reconsideración de la funcionalidad, de la racionalidad o del fundamento útil y práctico del ‘derecho primitivo’, varios autores de los rebeldes años sesenta y setenta y del movimiento de Law & Society empezaron a ir aún más allá: sostuvieron ahora la tesis de que el derecho occidental moderno podía, de hecho, resolver varios de sus problemas si abandonaba la atalaya de superioridad desde la que oteaba el ‘derecho primitivo’. En vez de esta discriminación prejuiciosa, antropólogos del derecho como Laura Nader , June Starr , Sally Engle-Merry , Richard Danzig y Michael Lowy y otros empezaron a mostrar con éxito en discusiones de política pública, que instituciones, mecanismos y estilos de gestión de conflictos de las ‘sociedades primitivas’ podían ser más funcionales que las estatales existentes para modernizar y solucionar problemas del sistema judicial de los Estados Unidos. Por extraño que parezca, esta es una de las fuerzas motrices detrás del movimiento de ‘justicias’ y ‘métodos’ alternativos de solución de conflictos que, desde una visión pluralista, empezaron a desafiar el monismo jurisdiccional chiovendano.

El medievalismo más reciente ha hecho otro tanto con relación al derecho germánico, sin que nuestros procesalistas hayan tomado tampoco adecuada nota del asunto. Pero, claro está, el interés estaba en la apropiación y construcción de una narrativa canónica para la ‘ciencia del proceso’, no propiamente en el seguimiento genuino del estado del arte en un tema que, en últimas, es una historia lejana y ajena. El medievalismo europeo ha cambiado mucho en los últimos años , pero la ciencia del derecho procesal se mantiene obstinadamente en una versión ‘primitivista’ y ‘orientalizadora’ de finales del siglo XIX. Más aún: los usos de la historia medieval europea ya son tema explícito de investigación para mostrar, como creemos saber hoy en día, que no hay tanto una historia desinteresada del pasado, sino proyectos políticos del hoy que se articulan e instancian a través de agendas de investigación. Esta metaconciencia histórica es fundamental, pero nuestra ‘ciencia del proceso’ no la ha desarrollado todavía. La historia del derecho medieval europeo ha seguido siendo un tema de nicho de interés, fundamentalmente para europeos continentales e insulares: a mediados del siglo XX, una ola de investigaciones hizo importantes avances historiográficos, aunque sus conclusiones normativas generales seguían la interpretación racionalista y evolutiva que el derecho procesal de Chiovenda había aceptado y que resultaba tan cómoda y halagüeña para el derecho moderno:

[CITA]El sentimiento dominante, posiblemente general, podría ser descrito como sigue. Las ordalías fueron modelos irracionales de prueba de una etapa particular, primitiva del desarrollo. Las tribus germánicas que invadieron la ‘Pars Occidentis’ del Imperio Romano vivían en ese nivel civilizatorio y trajeron las ordalías, desconocidas en el maduro derecho romano. Las ordalías sobrevivieron la cristianización de los pueblos germánicos y fueron, ellas mismas, cristianizadas, y su práctica, ahora considerada como una apelación al Dios cristiano, fue confiada al clero. Durante muchos siglos las ordalías disfrutaron del apoyo oficial de líderes políticos y eclesiásticos. Sin embargo, en el siglo XII, las ordalías empezaron a encontrar resistencia y recibir críticas desde varios sectores. Los reyes desconfiaron de ellas como métodos de establecer la culpabilidad criminal y asegurar su castigo. A los ciudadanos les disgustaba y desconfiaban de ellos y obtuvieron excepciones para su aplicación. Abogados eruditos las objetaron porque el Corpus Juris no las traía y los teólogos las rechazaron porque obligaban a Dios a realizar milagros, por ejemplo, inaplicar las leyes de la naturaleza, en una inaceptable y herética temptatio Dei. Esa crisis, que llevó a su abolición en el Cuarto Concilio de Letrán, prohibió a los clérigos participar en la ejecución de ordalías, causando eventualmente -de inmediato en algunas áreas y lentamente en otras- su desaparición. Todo el proceso fue visto como la inevitable consecuencia de un avance general de la civilización europea -en filosofía, ciencia, política y organización social y económica y el inicio de una sociedad más sofisticada y racional donde las primitivas ordalías no tendrían ya lugar nunca más. Van Caenegem, 1990, p. 284)[CITA]

Por contraste, una epistemología más pluralista e igualitaria (que simplemente se negaba a decir que ‘nosotros’ somos racionales y ‘ellos’ —los extraños— son irracionales) empezó también a permear el trabajo de los estudiosos del medievalismo jurídico. Esta nueva historia crítica y posmoderna ha cambiado de forma importante nuestra manera de ver la Edad Media y el elemento germánico, hasta el punto en que hoy en día la narrativa chiovendana luce, cuando menos, simplista y desactualizada. Hoy en día resulta imposible acercarse al tema sin una lectura del trabajo, entre otros, de Raoul van Caenegem, Harold Berman, Rebecca Colman, Janet Nelson, Susan Reynolds, William Ewald, Oscar Chase, P. G. Monateri, Daniela Berti, Anthony Good y Gilles Tarabout, entre otros . Estos investigadores iniciaron una crítica profunda a la autocomplaciente superioridad racionalista del derecho occidental moderno que censuraba la irracionalidad del derecho germánico y, con él, de los derechos populares de la Edad Media. En una típica sensibilidad posmoderna, empezaron a combatir la injusticia epistémica que se hacía en estas formas de historia que impedían ver el contexto y funcionalidad del ‘derecho bárbaro’ y celebraban acríticamente la racionalidad de un ‘derecho procesal moderno’ que, de todas formas, vive en perpetua crisis por su propia y manifiesta irracionalidad (Fricker, 2017).

En estas nuevas explicaciones, especialmente los diferentes pueblos germánicos (comunidades, aldeas, ciudades, etc.) de los siglos VI a XV son descritos como comunidades sensatas y prácticas que respondían, con las herramientas y visión del mundo propias, a la disrupción social intensa que el conflicto implicaba. Desde ese punto de vista, las leges barbarorum, con su experiencia multisecular, fueron altamente funcionales y, en ese sentido, responsivas y racionales. Sus prácticas sociales también pueden ser entendidas por nosotros a condición de que pongamos atención y cuidado a los contextos, a los incentivos y a las consecuencias. Los procesos sirvieron efectivamente para la reconstrucción parcial de la paz en una época de intensa fragilidad e incertidumbre de la vida humana, mucho antes de que la ciencia y las instituciones modernas dieran un mayor margen de dominio y seguridad frente a los azares de la incertidumbre vital, la violencia y el conflicto :

[CITA]Estos primeros asentamientos agrícolas europeos —penosamente expuestos a la inmisericordia de los elementos, al riesgo de agresión de animales y otros humanos, a la inhabilidad de apenas proveerse con comida de estación o con las más endebles viviendas—, se soportaban en comunidades sumamente conscientes de su fragilidad y unidas en complejos sistemas de vínculos personales. En consecuencia, sus procedimientos judiciales, sus métodos de control social y sus conceptos de justicia eran muy diferentes a los nuestros, al menos en la superficie. Que muchas de las demandas y reclamos medievales aparezcan insignificantes para nuestros estándares modernos se explica por las diferencias económicas entre épocas. Menos fácil de entender, tal vez, es el complejo sistema de estrechos vínculos personales que arraigaba toda la estructura social en el parentesco, la vecindad y otros grupos sociales, y que generaban ellos mismos las necesidades de decisión judicial. En marcado contraste con la maquinaria burocrática impersonal que el hombre moderno ha construido, el aldeano medieval tenía a una comunidad cercana que lo conocía y que podría ayudarlo, incluso hasta compartir responsabilidad por sus actos. (Colman, 1974, p. 573) [CITA]

La responsabilidad personal, máxima básica del individualismo metodológico en derecho, no es un principio único ni eterno. En este entorno, además, la evidencia histórica muestra que la mayoría de los casos eran resueltos mediante testimonios y documentos ordinarios, en una racionalidad que es perfectamente compartida con nosotros. Los procesos más extraños a nuestra sensibilidad (como la compurgatio y las ordalías), eran recursos posteriores para casos más difíciles donde había incertidumbre probatoria:

[CITA]En la Lex Salica, varios de sus capítulos más antiguos hablan de ‘certeza probatoria’ certa probacio, 23 como el primer medio para llegar a un acuerdo; los ‘conjuradores’ fueron usados solamente cuando la certeza probatoria fuese imposible de lograr. Si no podía conseguir conjuradores, el acusado tenía que pagar una multa o someterse a juicio por ordalía del caldero. (Colman, 1974, p. 578) [CITA]

Pocos conflictos, sin embargo, tenían que ir hasta el final de esta secuencia procesal:

[CITA]En estas pequeñas comunidades la mayoría de las faltas menores probablemente no exigían de pruebas formales. La ofensa y su responsable eran rápidamente descubiertos y las presiones sociales alentaban a llegar a un acuerdo rápido conforme a las tablas de pagos indemnizatorias que eran comunes a todos los códigos legales. Las ventajas de sistema eran obvias: los victimarios podrían ser rápidamente reincorporados y, mediante el énfasis en la compensación antes que en el castigo, se facilitaba la necesaria restauración de la armonía en la comunidad. Como se lidiaba con las faltas de esta manera de forma constante, los acuerdos tendían a producirse de forma más bien mecanizada, como es el caso hoy con muchos delitos modernos de rutina […]. (Colman, 1974, p. 579) [CITA]

Así pues, la gente acudía con sus reclamos y se aducían los testimonios y los documentos que podían generar certa probatio. Así se cerraban los procesos de manera frecuente cuando había aceptación de responsabilidad por el demandado. Se evitaba así la venganza de sangre: el que aceptaba responsabilidad pagaba directamente o con el apoyo de su grupo una compensación monetaria alta (Bot y Wergeld ) establecida en una tarifa detallada y casuista . Como los pagos eran enormes (frente a los ingresos esperables), el responsable o su grupo podían ofrecer también un pago futuro garantizado por una fianza, una prenda de bienes o la entrega noxal de algún esclavo. Estas compensaciones establecidas en las leges barbarorum permitían que las familias tuvieran un marco para negociar el precio de la sangre. Solo cuando no había negociación exitosa del precio de la sangre, los disputantes iniciaban el tratamiento procesal del conflicto (o, no se puede negar, cuando fallaba este proceso complejo de inhibición de la violencia social directa), acudían ciertamente a la vendetta privada o familiar. La socialización compartida (en la educación y en los valores) favorecía la violencia del grupo, la hombría del que sabía defenderse y era capaz de vengar los daños sufridos .

[CITA]La sociedad seguía sintiéndose amenazada en su equilibrio si un hombre no se comportaba como hombre. Por eso eran muchas las ocasiones en que no se utilizaba la composición y la venganza proseguía adelante con toda su violencia. Más aún, se trataba de una obligación. ((Rouche, 1987, p. 494)[CITA]

Pero el punto o propósito del derecho , en parte, es generar los incentivos y las instituciones para que haya un trámite menos traumático del conflicto que afecte menos la supervivencia del grupo. Se requiere de la creación de lazos de confianza y mutualidad que permitan responder a los daños y al conflicto mediante la sublimación de la guerra, el restablecimiento del derecho y la reconstrucción de la paz y de la convivencia. Si no funcionaban los mecanismos primarios del bot y el wergeld, el borh, el wed y la entrega noxal , habría el tiempo-espacio del proceso. En su primera fase se iniciaba un proceso por compurgationes, es decir, por juramentos:

[CITA]La mayoría de casos civiles y penales se solucionaban mediante juramento y número de conjuradores dependía de las circunstancias, y dado que los hombres libres debían respetar la paz de la casa a la que pertenecían y que los siervos dependían de sus señores, la falta de apoyo social equivalía a un veredicto adverso. ¿De qué otra forma podemos explicar la imposibilidad de que un acusador pudiese traer conjuradores en una época en la que sabemos que todo el mundo vivía con garantía de su grupo? El juramento, que era “el modo primario de prueba”, apuntaba no la verdad de un hecho específico, sino a la justicia del reclamo o de la defensa en su integridad […] No hay una razón a priori para suponer que la comunidad actuara ciegamente en tales ocasiones. (Evans-Pritchard, 1976, p. 125) [CITA]

El contexto que nos ofrece la nueva historia es fundamental: las comunidades medievales eran cercanas e íntimas: villorrios de pocos habitantes rodeados por parcelas de trabajo agrícola y estas, a su vez, por bosques misteriosos, inexplorados y peligrosos. La movilidad geográfica, social u ocupacional de la gente era muy reducida. Aventurarse por fuera del entorno de protección social del grupo de origen era más que peligroso. Los villanos-comuneros se conocían unos a otros: tenían un conocimiento social intensamente compartido sobre el mundo, sobre la naturaleza, sobre Dios y, crucialmente, sobre los demás, sus actos, temperamentos y motivaciones. El extranjero o peregrino , por el contrario, producían terror y desconfianza. En los conflictos ordinarios, los miembros de la comunidad daban su apoyo a uno u otro litigante mediante su disposición a servir como compurgatores. Era un juicio, si se quiere, por manifestación de apoyo social . En estas formas de apoyo claramente había influencia de la amistad, el partidismo y los intereses personales y comunitarios, pero el juramento ejercía también presión para impedir el perjurio crudo u obvio. Como en nuestra propia vida, los comuneros participaban en la construcción social de la realidad, en la que se combinan experiencia directa y compartida, recuerdos, decires, intereses y alianzas, lo consciente y lo inconsciente, lo individual y lo público. Lo racional, pues, no era el testimonio, sino el conocimiento social compartido sobre las personas, los hechos y los contextos de los conflictos que las personas traían al proceso en las compurgationes. La realidad era función de ese complejo de circunstancias y no de la prueba individual de hechos atómicos. De hecho, el testimonio, sin esos anclajes comunitarios y sin la confianza social y metafísica compartida en el juramento, es una prueba irracional según el derecho autóctono. Y quizás tengan razón. En el Medioevo europeo, por ejemplo, la documentación no podía ser la principal forma de prueba en una sociedad analfabeta y ágrafa. El reporte social y conjunto de la comunidad era la forma racional de investigar ‘lo que ocurrió’. La compurgatio está más cerca de una verdad socialmente construida que el testimonio disperso de testigos de hechos atómicos que, en todo caso, generan gran ansiedad epistémica entre los jueces modernos. Nuestra sociedad burocratizada y racionalizada es la sociedad del archivo y la documentación, donde el testimonio y el juramento parecen irracionales de manera cada vez más acentuada. Es interesante observar las opiniones de los pueblos tradicionales sobre el valor que los europeos daban al testimonio en el derecho colonial impuesto:

[CITA]Las reglas probatorias trasplantadas despertaron considerable desdén en el nuevo ambiente. “Cualquier mentira es suficiente para engañar a un europeo” era la opinión común. Y como el jefe y sus auxiliares “generalmente conocían tantas cosas de los hechos del caso, las mentiras eran de tan poca utilidad”, de manera que lo que en Europa era tratado como perjurio, recibía “burla y ridículo” en las cortes nativas. Hay buenas razones para suponer que actitudes similares, arraigadas en estructuras sociales análogas, prevalecieran en cortes medievales tempranas y tardías, al menos al nivel local. De hecho, sin ese entendimiento, la comprensión del sistema judicial medieval es poco convincente. (Colman, 1974, p. 581) [CITA]

La importancia y sacralidad del juramento permite igualmente enfatizar un punto que se pierde con frecuencia en la obsesión con la irracionalidad de la ordalía. Se asume falsamente que la irracionalidad de la invocación a un Dios que juzga solo se da en la ordalía. Sin embargo, es preciso notar que las pruebas más racionales también tenían los mismos presupuestos epistemológicos generales del mundo medieval. La mezcla entre razón y sin razón se daba en los presupuestos de todas las formas probatorias:

[CITA]Debe enfatizarse que todas las formas de prueba medieval dependían del juicio de Dios, y que se esperaba que el perjurio en cualquier etapa del proceso produjera su propio castigo [divino]. Las invocaciones más directas a Dios [en las ordalías] eran simplemente la forma más dramática y ritualizada de tal expectativa general. La obsesión con las ordalías, sin embargo, ha tendido a oscurecer el aspecto metafísico de los otros medios de prueba. Dado que el pensamiento moderno no puede imaginarse que existan invocaciones trascendentes que produzcan resultados físicos, existe una tendencia natural a desestimar las ordalías como superchería y a racionalizar las otras formas de prueba de manera que se pierde una parte crucial de su significado. (Colman, 1974, p. 587)[CITA]

Frente a la compurgatio, pues, las ordalías eran infrecuentes y solo se utilizaban para lidiar con los casos extremos de incertidumbre fáctica o de alarma social. Se acudía al iudicium Dei, de otro lado, cuando no era posible acceder a la verdad o cuando había razones para no dar crédito a la que se hubiese construido en las fases iniciales del proceso (negociación de la bot y la wergeld, certa probatio y compurgationes). La más importante y común de estas circunstancias era cuando, frente a delitos muy graves, las compurgationes y las fianzas ofrecidas que garantizaban que el acusado era inocente o que habría de pagar la compensación eran difíciles y peligrosas de creer:

[CITA]… la necesidad de controlar a los malhechores debe haber sido un problema de la mayor urgencia. Se puede uno imaginar las reacciones de pánico de sociedades simples frente a los elementos indeseables, el sufrimiento y la disrupción, incluso posiblemente la dispersión de la comunidad, que se daban si se fracasaba al controlar o expulsar a los individuos peligrosos. (Colman, 1974, p. 574) [CITA]

El segundo grupo de casos que se llevaban con alguna más frecuencia a la ordalía involucraba roces y conflictos con extranjeros y peregrinos que no pertenecían a ningún grupo social, que no podían ofrecer suritie y que, por igual razón, no podían regresar a la ‘paz’ de la comunidad por vía de compurgationes. La extranjería generaba desconfianza radical que impedía que pudieran ser asimilados dentro de los procesos comunitarios de los villanos:

[CITA]El segundo grupo de casos concierne a personas no cualificadas para seguir los procedimientos habituales e incluía demandas sobre esclavos, quienes generalmente no fueron considerados como dignos de jurar, aunque los intereses de su señor pudiesen protegerlo del riesgo de sufrir una ordalía. Incluso los esclavos libertos, como los “leysing” del derecho nórdico aprendieron duramente que se necesitaba de varias generaciones para pasar de soportar la ordalía a que la comunidad les permitiera tomar el juramento de hombres libres, rodeados por amigos y parientes. El registro de hombres con mala reputación en la comunidad, los “tyhtbysig” o “los muy acusados” del derecho anglosajón, podía ponerlos en la clase de los que debían soportar las ordalías ya que nadie en la comunidad estaría dispuesto a ofrecer garantía por ellos. Vencer en la ordalía podía ser la última oportunidad para iniciar de nuevo el largo de regreso al estatus legal. Los extranjeros solían ser puestos en la categoría a quienes se les aplicaba la ordalía. Esta bien conocida actitud hostil hacia los extraños, bien fueran fugaces, “advena aut peregrinus”, bien fueran vecinos bien conocidos de otra tribu (vienen a la mente las relaciones entre los Borgoñones de Agobardo y sus vecinos, o entre los Dunsetas galeses y los ingleses) es una costumbre muy arraigada en todos los pueblos (y no solamente en las tribus primitivas). Las comunidades más expuestas al peligro pueden responder más crudamente frente al extranjero, pero la resistencia a extender estatus legal igualitario a personas que no hayan participado responsablemente en la vida de la organización, vengan de adentro o de afuera, es común en la mayoría de las sociedades. (Colman, 1974, pp. 583-584) [CITA]

Y, finalmente, el récord histórico muestra que las ordalías eran aplicadas, aunque excepcionalmente, a los que nunca debían haberlas sufrido : a los más poderosos de la sociedad feudal y no solo a los individuos situados en sus márgenes sociales.

[CITA]Adicionalmente a estos dos grupos de casos, sin embargo, tenemos una colección heterogénea de demandas en el archivo histórico, en la que los individuos se someten voluntariamente a alguna forma de ordalía para resolver un caso particular que no hubiese sido juzgado seguramente de esa manera. Si, por ejemplo, en una disputa privada las partes son intransigentes, o por alguna razón desean abandonar los procedimientos usuales, una apelación a Dios puede ser la única esperanza de resolverlo reduciendo la violencia. O, donde intereses muy poderosos estaban en juego, las presiones políticas podrían ocasionar que terminaran en ordalía los candidatos más impensados. Reinas acusadas de infidelidad o herederos sospechosos de bastardía estaban en ese grupo. Un caso interesante implicó a Matilda, esposa de Enrique I. (Colman, 1974, p. 585) [CITA]

Pero ¿cuál era la función de las ordalías? Este es uno de los puntos donde la reconstrucción historiográfica y antropológica más ha avanzado frente a la lectura mecánicamente evolucionista de Chiovenda a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Reconstruir la función, además, ayuda a pensar su posible ‘racionalidad’. La ‘irracionalidad’ es, en uno de sus sentidos más usuales, hacer cosas que no cumplen función o propósito y que solo responden a una lógica mágica o divina sin significado humano. En una revisión de la literatura realizada por Kerr, Forsyth y Plyley (1992):

[CITA]Investigadores jurídicos han explicado el rol de las ordalías por numerosas vías. Maitland propuso que había un fuerte sentimiento de que “un mero testimonio humano no era suficiente para enviar a un hombre al patíbulo”. Plucknett, aunque acepta que el propósito de las ordalías era determinar la culpabilidad o inocencia, sugirió que tenía “un valor práctico parecido a un test psicológico para averiguar la veracidad de lo dicho”. Morris llamó la ordalía “una instancia en que la orientación de Dios no era una simple esperanza; era obligatoria para la aplicación ordinaria de la justicia. Los hombres estaban convencidos que ellos no podrían administrar un sistema de justicia sin orientaciones directamente provenientes de Dios”. Hyams adelantó otra posible razón para invocar el juicio de Dios, ya que “daba al veredicto de las cortes una mayor oportunidad de aceptación firme”. Agrega: “cuando la brecha es más profunda, la comunidad requiere de un método especialmente severo y espectacular de buscar el juicio de Dios, incluyendo factores más allá que el mero castigo” y sugiere que la severidad de la ordalía sirvió como elemento disuasorio [de la conducta antisocial]. Bartlett, en su reciente estudio del juicio por ordalía, se suscribió a la teoría que su razón de ser era la incertidumbre. El creyó que la ordalía solo se usaba en ausencia de una acusación contra hombres de mala fama, cuando faltaba evidencia clara. Misericordia, testeo psicológico, finalidad, certeza, castigo, disuasión, todas estas se han presentado como razones para el uso de la ordalía en la justicia penal inglesa. (p. 573) [CITA]

Hoy en día, varios autores se encaminan hacia una hipótesis compleja sobre el significado social de la ordalía que tiene implicaciones importantes que falsean, en parte, la narrativa chiovendana tradicional. Voy a intentar un resumen sucinto de esa literatura. La tesis central es que algunos individuos, usualmente marginales, son llevados a la ordalía por la comisión de los crímenes que más afectan la paz del grupo. Los individuos marginales no tienen credibilidad social y no tienen respaldo comunitario para pagar directamente o garantizar el pago diferido de la compensación de la sangre. La ordalía era un procedimiento tradicional de los pueblos pero que, hacia finales del milenio, empezó a ser tolerado y practicado por la Iglesia, en su entorno y con significados explícitamente religiosos. El Breviario de Eberhard de Bamberg describe la ordalía del caldero de agua hirviendo. Quizás, de hecho, el ritual pesaba en su conjunto más que el mismo iudicium Dei. Esta era apenas el culmen de una puesta en escena cuidadosa y profunda, diseñada para impresionar a las personas y a las comunidades y, por esa vía, lograr la transformación catártica del conflicto y la recomposición de la paz:

[CITA]Que el sacerdote vaya a la iglesia con el acusador y con aquel que será juzgado. Y mientras que el resto espera en el vestíbulo de la iglesia, que el cura entre y se vista con las sagradas prendas excepto la casulla y que tomen el evangelio y el “chrismarium” y las reliquias de los santos y el cáliz, que vaya al altar y se dirija así a todos los que estén cerca: observad, hermanos, las ceremonias de la religión cristiana. Observad la ley en la cual hay esperanza e indulto de los pecados, el sagrado aceite del “chrisma”, la consagración del cuerpo y la sangre de nuestro Señor. Miren que ustedes no sean privados de la herencia de tan grandes bendiciones y de participar en ellas por implicarse en el crimen de otro, ya que está escrito que merecen la muerte, no solo los que hacen estas cosas, sino aquellos que se placen de lo que ellos hacen.

Luego, que el sacerdote se dirija al que va a soportar la ordalía: te ordeno, N., en presencia de todos, por el padre, el hijo y el espíritu santo, por el tremendo día del juicio, por el ministerio del bautismo, por la veneración de los santos, que, si eres culpable de la cuestión de la que te hemos acusado, si tú las has cometido, o consentido, o has visto a sabiendas a los perpetradores de este crimen, tú no entrarás a la iglesia ni estarás en compañía de cristianos a menos que confieses y admitas tu culpa antes de ser examinado en juicio público

Que luego señale un lugar en el vestíbulo donde el fuego será encendido para el agua, y rociará primero el lugar con agua bendita y rociará también el recipiente cuando esté listo para ser colgado y el agua adentro, para proteger contra las ilusiones del demonio. Luego, entrando a la iglesia con los otros, celebrará la misa de la ordalía. Después de la celebración, que el sacerdote vaya con el pueblo al lugar de la ordalía, el evangelio en su mano izquierda, la cruz, el incensario y las reliquias de los santos precediéndolos, y que cante siete salmos penitenciales en letanía.

Oración sobre el agua hirviente: Oh Dios, juez justo, firme y paciente, Tú quién eres el Autor de la paz, y juzgas con verdad, determina lo que es justo, oh Señor, y da a conocer Tu justo juicio. Oh Dios omnipotente, Tú que miraste la tierra y la hiciste temblar, Tú que, por el don de Tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, salvaste al mundo y por Su santísima pasión redimiste la raza humana, santifica, Señor, esta agua hervida por el fuego. Tú que salvaste a los tres jóvenes, Sidrac, Misac y Abednago, arrojados al horno feroz por las órdenes de Nabucodonosor, y los condujiste ilesos con la mano de Tu cincel, tú clemente y santísimo Rey, asístelo si cuando él sumerja su mano en el agua hirviendo, siendo inocente, y, como liberaste a los tres jóvenes del horno de fuego y liberaste a Susanna de la falsa acusación, entonces, oh Señor, saca su mano segura e ilesa de esta agua. Pero si es culpable y se atreve a sumergir su mano, endureciendo su corazón el diablo, deja que tu santa justicia se digne a declararlo, para tu juicio se manifieste en su cuerpo y su alma se salve por penitencia y confesión. Y si el hombre culpable intentara ocultar sus pecados mediante el uso de hierbas o cualquier magia, que su mano derecha se digne hacerlo fracasar. Por tu Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, que habita contigo. Bendición del agua: Te bendigo, oh criatura del agua, hirviendo sobre el fuego, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, de quien proceden todas las cosas; Te conjuro por Aquel que te ordenó regar toda la tierra de los cuatro ríos, y que te convocó desde la roca, y que te convirtió en vino, para que ninguna artimaña del diablo o la magia de los hombres puedan separarte de tus virtudes como medio de juicio; sino que castigues al vil y al impío, y purifiques al inocente. A través de Aquel a quien las cosas ocultas no pasan inadvertidas y que te envió al diluvio sobre toda la tierra para destruir a los malvados y que aún vendrá a juzgar a los vivos, a los muertos y al mundo por el fuego. Amén. Oración: Omnipotente, Dios Eterno, humildemente te suplicamos en nombre de esta investigación que estamos a punto de emprender aquí entre nosotros, que la iniquidad no puede vencer a la justicia sino que la falsedad sea sometida a la verdad. Y si alguien busca obstaculizar u oscurecer este examen con cualquier magia o con hierbas de la tierra, dígnate a impedirlo con tu mano derecha, oh juez recto.

Luego que el hombre que va a ser juzgado, así como la tetera o la olla en la que se encuentra el agua hirviendo, sean ahumados con el incienso de la mirra, y que se pronuncie esta oración: Oh Dios, Tú que dentro de esta sustancia de agua tienes ocultos tus sacramentos más solemnes, ven gentilmente a nosotros que te invocamos, y sobre este elemento preparado por mucha purificación derrama la virtud de tu bendición de que esta criatura, obediente a tus misterios, pueda ser dotada con tu gracia para detectar falacias diabólicas y humanas, para confundir sus artimañas y argumentos, y vencer sobre sus artes multiformes. Que todas las artimañas del enemigo oculto se reduzcan a nada para que podamos percibir claramente la verdad con respecto a aquellas cosas que nosotros, con sentidos finitos y corazones simples, estamos buscando de Tu juicio mediante la invocación de Tu santo nombre. Que los inocentes, te suplicamos, no sean condenados injustamente, o que los culpables puedan engañar con seguridad a aquellos que buscan la verdad de Ti, que eres la Luz verdadera, que viste en la tiniebla de sombras y que diste luz a nuestra oscuridad. Oh Tú, que percibes las cosas ocultas y sabes lo que es secreto, muéstralo y declara esto por Tu gracia y haz que el conocimiento de la verdad se manifieste a los que creemos en ti.

Luego que la mano sea puesta en agua y se lave con jabón y se examine cuidadosamente si está sana; y antes de que sea metida, que el sacerdote diga: Te conjuro, oh contenedor, por el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, y por la santa resurrección y por el tremendo día del juicio, y por los cuatro evangelistas, que, si este este hombre es culpable de este crimen, ya sea por acto o por consentimiento, deja que el agua hierva violentamente, y tú, gira y burbujea. Después, que el hombre que va a ser juzgado hunda su mano y luego que se le selle inmediatamente. Después de la prueba, que tome un trago de agua bendita. Hasta el momento de la decisión sobre la prueba [se dejaba transcurrir un periodo de tres días antes de que se examinara la mano de nuevo] es bueno mezclar sal y agua bendita con toda su comida y bebida. (Zeumer, 1898, pp. 7-9. Traducción propia) [CITA]

Toda esta parafernalia, explican los estudiosos, tenía varias funciones, de las más manifiestas a las latentes: ponía al acusado bajo el intenso control físico y psicológico de la comunidad; creaba un contexto emocional intenso y bien orquestado que influía de forma significativa en el ánimo del probando quien, compartiendo las creencias metafísicas expresadas en el ritual, podía llegar a ‘confesar’ la verdad; la intensidad de la ceremonia ritual, con sus componentes de exposición, vergüenza y daño físico, implicaba un castigo por quemadura de piel (significativo, pero limitado) que producía, muy seguramente, dinámicas de prevención especial y general dentro de la comunidad; el carácter ritual de toda la ceremonia servía como elemento penitencial de purificación y reaceptación del probando en el cuerpo social del cual se había separado; y, finalmente, en la investigación de Kerr, Forsyth y Plyley, la ordalía era un elaborado drama social que permitía la aplicación del perdón y de la misericordia de la comunidad. Era la última oportunidad de salvación frente a las penas capitales de muerte o de destierro.

Con un estudio riguroso de los archivos históricos ingleses , Kerr, Forsyth y Plyely sostienen que la ordalía del fuego y del caldero estaban diseñadas y eran ejecutadas de tal manera para que la mayoría de los probandos las superaran. El ritual al que se les sometía tenía ya evidentes efectos psicosociales sobre los probandos y la comunidad, y quizás con eso bastaba para el propósito de generar control social de las conductas ilícitas. Se lograba la expiación y la reconciliación, al mismo tiempo que se salvaba la vida de la mayoría, que pasaban exitosamente la ordalía; con todo, la experiencia tenía un efecto significativo de expiación y escarmiento. La comunidad apelaba a Dios, pero conocía y calculaba racionalmente las consecuencias terrenales de las invocaciones rituales a Dios. A la ordalía iban, como hemos dicho, las personas que merecían la pena de muerte por la comisión de los delitos más graves. Pero, antes de la pena de muerte, Dios debía confirmar las sospechas de la comunidad que, en jurado, no habían sido resueltas en el procedimiento por compurgationes.

Las ordalías eran usualmente aplicadas en un orden que tomaba en consideración la severidad de sus consecuencias (que la comunidad conocía bien y que, por tanto, manipulaba ‘racionalmente’): en primer lugar, se utilizaba usualmente la del agua, donde las personas eran lanzadas amarradas de manos y pies a un cuerpo de agua. La creencia era que el agua aceptaría a los inocentes, permitiendo que se hundieran, y que los culpables flotarían porque el agua (signo de pureza) rechazaba sus culpas y manchas. Creencias religiosas aparte, en el aparato explicativo de la modernidad occidental se trata sencillamente de las consecuencias físicas de la flotabilidad del cuerpo humano. En la posición asumida por el ritual, los estudios han mostrado que los hombres que hacen una exhalación forzada máxima del aire en sus pulmones se hunden en el agua en casi el 100 % de los casos (es decir, pasarían el juicio de Dios). Este hecho físico facilita la manipulación de la ordalía hacia la salvación del probando. Los datos del archivo histórico corroboran esta hipótesis: de los datos disponibles en Inglaterra, el 82 % de los probandos en la ordalía de la inmersión en agua eran aceptados en ella y, por tanto, se salvaban de la pena capital (Kerr, Forsyth y Plyley, 1992, p. 588).

Pero hay otro dato quizás más interesante: las mujeres rara vez iban a la ordalía por inmersión y casi siempre se las llevaba directamente o 1) a la ordalía del caldero de agua hirviendo de donde debían sacar una piedra o 2) a la ordalía de sostener un trozo de hierro al rojo vivo mientras se daban nueve pasos. Esta diferencia parece abiertamente sexista, pero, según las investigaciones, no lo es. La hipótesis de Kerr, Forsyth y Plyley es que, según se sabe por la física moderna y por la experiencia cotidiana, el cuerpo de una mujer tiene mayor flotabilidad y, por tanto, más probabilidades de ser expulsada por el agua y, por tanto, de ser declarada culpable. Esto lo sabían también los jurados medievales que hacían las correspondientes acomodaciones: las mujeres, por tanto, rara vez eran sometidas a la inmersión, sino que junto con algunos hombres recalcitrantes eran llevados a las pruebas más severas del agua hirviendo o del hierro candente.

Pero allí también la comunidad tenía espacios de manipulación benevolente del ritual: luego de la ordalía, la mano era inmediatamente ‘sellada’ para posterior inspección que se realizaba al tercer día. La mano tenía que estar sana (o, al menos, parecerlo, según la opinión de los comuneros evaluadores). Pero Kerr, Forsyth y Plyley muestran que las personas podían, de hecho, salir ilesas de las quemaduras por varias razones: la prueba podía ser manipulada para que no hubiese quemadura física (logrando reducir la temperatura del agua o del hierro o el tiempo efectivo de exposición de la piel) y debido también a características físicas del probando (callosidades en las manos, autosugestión, mayor tolerancia). Igualmente lanzan la hipótesis de que, cuando las personas sí se quemaban, la interpretación procesal del iudicium Dei estaba abierta a la lectura de la comunidad: las heridas graves por quemadura de segundo y de tercer grado son con frecuencia blancas porque la piel está completamente ‘cocinada’ y, ante ojos inexpertos, pueden dar la impresión de indemnidad. Igualmente, en las prescripciones rituales se decía que una de las principales muestras de que la mano no estaba sana (y que, por tanto, Dios no había protegido al probando) era que exhibiera insanies crudescens, esto es, supuración purulenta . A partir de la ciencia médica contemporánea, Kerr, Forsyth y Plyley argumentan que la incidencia de infección purulenta en quemaduras de segundo o tercer grado en menos del 30% del cuerpo (la quemadura de la mano representa el 1% de la superficie del cuerpo) es una complicación médica más bien rara y, de manifestarse, lo hace a partir del quinto día de la lesión . Con estos datos, los autores proponen una especulación razonable que ayuda a entender la evidencia dura que suministra la baja tasa de condenas registradas para el iudicium Dei por ordalía de fuego:

[CITA]Los probandos que se sometían a las ordalías del hierro al rojo vivo tenían tres posibilidades de éxito. Podían, de hecho, no sufrir lesiones, por razones hoy comprensibles, o, porque el acero se haya dejado enfriar deliberadamente. Alternativamente, podían sufrir una profunda quemadura de segundo o de tercer grado la cual tendría la apariencia de que no había herida, con la mano, de hecho, hervida. Finalmente, los probandos podían no desarrollar una infección supurante en el corto plazo. Aquellos involucrados en la administración de los juicios por ordalías, a pesar de ignorar los modernos tratamientos médicos, no eran incapaces de observar; y esas tres oportunidades de escape seguramente eran conocidas por ellos. Este conocimiento implica fuertemente que la prueba fuera intencionalmente diseñada de manera que la mayor cantidad de personas pudieran pasarla. Y, sin sorpresa, en los tres casos de acero caliente que se conocen de los registros de Eyre y de la Curia Regis, el resultado fue exitoso en el 100 %; y en las ordalías soportadas en el Registro de Varad, el resultado fue exculpatorio en el 68 % de 306 casos. [CITA]

Esto lleva a los autores a concluir que,

[CITA]Si el juicio por ordalía fue intencionalmente diseñado para que si no todos, sí al menos una sustancial mayoría de los probandos la pasaran, se debe concluir que quienes la orientaban no estaban tan dispuestos a dejar la cuestión de la culpabilidad o de la inocencia completamente en las manos de Dios. (Kerr, Forsyth y Plyley, 1992, p. 590) [CITA]

Las ordalías, pues, eran formas de ejercicio comunitario de la piedad. Esta función es compatible con el efecto purgatorio (quemaduras, vergüenza y exposición social), expiativo y reconciliatorio del ritual. Lo purgatorio reemplazaba a lo punitivo. El costo de exponerse a sufrir un proceso o una ordalía (incluso si la mayoría no eran condenados efectivamente) debía tener un importante efecto de prevención, control y disciplina social. Todo esto puede ser criticable, pero no parece ser marcadamente más irracional que nuestros propios procedimientos judiciales. Es posible que, como ocurría en la Edad Media, las racionalidades de nuestros procesos y juicios sean latentes o inconscientes y muchas de sus irracionalidades sean explícitas y aceptadas. De hecho, el principal enemigo del juicio por ordalía terminó siendo el Estado moderno, que quería un derecho más ‘racional’, en el sentido de predecible y dominado por el Estado, pero no más ‘racional’ en el sentido de humanitario . La justicia estatal terminó siendo más rígida, cierta y, por eso mismo, brutal: automatizó la pena de muerte y redujo los arbitrios de piedad que las comunidades medievales usaban generosamente a través de la ordalía. La oposición del rey y sus juristas a la ordalía terminó reemplazándola, en la Inglaterra absolutista (y hobbesiana, by the way), por una pena capital cierta e inevitable:

[CITA]Pero si la ordalía estaba de hecho orientada a ser un “procedimiento más estricto” que la compurgatio, Enrique II, no obstante, tenía graves dudas sobre ella, porque no solamente la denegaba a quienes hubieran “tomado en posesión el botín de robo o hurto” y a aquellos de “mala reputación sobre los que recayera un mal testimonio de la población y (sin que pudieran ofrecer) ninguna garantía”, y a quien hubiera confesado un crimen, sino que también ordenó que cualquiera de mala reputación que hubiese sido absuelto por la ordalía tenía que abandonar el reino. Posiblemente estaba de acuerdo con William Rufus, su predecesor, quien, enfadado por la absolución en ordalía de cincuenta hombres acusados de violar las leyes del bosque, hubo de vociferar: “¿qué es esto? ¿Es Dios un juez justo? Que perezca el que todavía lo crea”. (Kerr, Forsyth y Plyley, 1992, p. 575) [CITA]

La conclusión de Kerr, Forsyth y Plyley (1992) lanza un irónico desafío al derecho moderno y se fundamenta en la airada blasfemia monarquista de William Rufus (Guillermo II de Inglaterra) que acabamos de escuchar. La evaluación que se puede hacer contra el mismo Chiovenda es, en cierto sentido, paradójica y graciosa: “la iglesia anglicana y el gobierno de los reinos de Ricardo I y Juan estarían muy desconcertados si supieran que los historiadores modernos han considerado la ordalía peor que la pena capital” (p. 595).

Pero la ordalía plantea en general, desde una perspectiva crítica, un tema aún más interesante y capital de teoría procesal y probatoria que también preocupa mucho al derecho y a la política del presente: cómo se toman (descriptiva) y cómo se deben tomar (normativamente) decisiones judiciales en casos de incertidumbre fáctica. En casos importantes o difíciles (delitos que ocasionan alarma social y derechos importantes en juego, casos donde la evidencia no es clara, completa o unívoca, casos donde los litigantes tienen apenas ‘semi pruebas’), el derecho contemporáneo también exhibe una mezcla entre racionalidad e irracionalidad, entre el principio de cautela adjudicativa y la asunción audaz de riesgo decisorio, en últimas, entre jueces que posponen la decisión y jueces que están dispuestos ‘a actuar’. Puede tratarse, por el lado de las virtudes, de un contraste entre jueces prudentes y jueces resueltos; y por el lado negativo, entre jueces timoratos y jueces temerarios. Cada quien escoge el calificativo según la ocasión, la posición y el caso. La condición del juez no es estrictamente individual, sino que depende en gran parte, del clima social en el que se desenvuelve el proceso. La ‘irracionalidad’ medieval puede ayudar a reflexionar sobre la nuestra:

[CITA]Una explicación más convincente, en parte al menos, de las faltas de direcciones precisas para la conducción de las ordalías puede encontrarse en la evidencia que tenemos del poder discrecional de las comunidades locales. A juzgar por las críticas hechas por Federico II y sus contemporáneos, en una época donde los grandes cambios en la perspectiva intelectual habían hecho inaceptables los procedimientos por ordalía, tales juicios permitieron un amplio espacio para todo tipo de manipulación, la cual evidentemente, no molestó tanto a las generaciones anteriores como para que abandonaron su práctica. Es posible que esto haya dado gran elasticidad en su conducción, de manera que posiblemente reflejara el consenso de opinión sobre cuán severo debía ser cualquier ordalía en particular y también influenciado por el nivel de alarma social en la época. La comunidad pudo bien jugado un papel, en ocasiones, determinante de los resultados de la ordalía. Hay claramente un elemento del drama ritual y purgatorio en todos los tipos de juicio, incluidos los nuestros, y los sentimientos de la comunidad probablemente influencian el resultado más de lo que somos capaces de admitir. (Colman, 1974, p. 590) [CITA]

Esta mezcla de racionalidad e irracionalidad se da también en el derecho de nuestros días. Estas dos dinámicas, además, no se diferencian con claridad excluyente, sino que confluyen en los procesos individuales y sociales de toma de decisiones. En Colombia, por dar tan solo algunos ejemplos, existe la facultad estatal de expulsar a extranjeros que estén presentes en suelo colombiano . La expulsión de venezolanos sin pruebas se ejerce frecuentemente y se encubre en algún principio de prueba. Con todo, la gente la acepta y el gobierno la practica sin que esos actos cumplan a cabalidad con nuestros presupuestos culturales y legales de ‘racionalidad probatoria’. Pero se trata, sin duda, de una respuesta gubernamental-comunitaria a la percepción de que hay amenazas sociales a las que hay que responder. Su racionalidad tiene, por tanto, otros objetivos, aunque este autor no esté de acuerdo con ellos por razones políticas .

En otro caso, la prensa reporta el uso frecuente e indiscriminado del ‘detector de mentiras’ en el sector público colombiano . O frente a la realidad y la perturbación vital que genera el conflicto, por ejemplo, la gente va a los santuarios populares, donde se reza por la salud, pero también por los ‘pleitos’: ante el Señor Caído de Monserrate, el Cristo de Buga o Nuestra Señora de Guadalupe. Nada de eso es estrictamente racional, pero la gente lidia con sus dificultades en un tejido intrincado de ‘razón’ y ‘no razón’, complejo y variado. Nuestros niveles de vulnerabilidad y miedo frente a amenazas vitales graves cambian nuestra percepción de la relación entre lo natural y lo sobrenatural. Una enfermedad o un pleito graves (que amenazan nuestra existencia), con frecuencia, nos empujar a ‘reencantar el mundo’ con convencimiento y contundencia. Los rituales también son racionales y, frente al peligro, la gente puede pensar que es útil abrirse, por múltiples caminos, a la experiencia de lo trascendente. No es fácil enfermar, morir o caer en la quiebra civil de manera completamente laica y racionalista.

Estos argumentos muestran, al final, que la interpretación chiovendana tradicional es prejuiciosa y peyorativa de las prácticas judiciales de los villanos medievales:

[CITA]No es tanto la carencia de información como nuestra propia arrogancia la que obstaculiza la comprensión. Ello concuerda con nuestros prejuicios de desestimar el juramento, las ordalías y cosas similares como parte integrante de un sistema “primitivo o irracional o místico sistema” mientras que si miramos más profundamente podemos encontrar evidencia que soporte una interpretación diferente de esos procedimientos. Teniendo en cuenta nuestros propios tótems y tabús no racionales, podemos llegar a concluir que las proporciones de razonabilidad e irrazonabilidad son constantes [en la historia]. (Colman, 1974, p. 577) [CITA]

La mezcla entre convencimiento social y prueba racional es mucho más compleja. La experiencia desnuda de los hechos existe, pero rara vez habla por sí sola en los juicios. A ellos llega, se procesa, se construye y se anuncia una verdad social compleja, mezcla de lo racional y de lo irracional:

[CITA]Sin embargo, esta excesivamente simplificada distinción expone nuestros prejuicios porque se basa en dos hipótesis engañosas y no probadas: una, que los dos tipos de pruebas pueden separarse, lo que implica que son independientes o incompatibles, en lugar de partes complementarias de un mismo sistema; dos, que los procedimientos “por evidencia y argumento” fueron (y son) intrínsecamente racionales en lugar de ser parte de esas “mezclas desordenadas” de elementos racionales e irracionales. (Colman, 1974, p. 578) [CITA]

Conclusiones

Este texto propone, en últimas, un enfoque programático que ayude a criticar y reconstruir nuestras tareas como participantes letrados e investigadores serios del mundo de sentido y prácticas que el conflicto social genera. Lo primero, en mi opinión, es que deberíamos estudiar con enorme atención el conjunto entero de este mundo de sentido y prácticas sin presuponer, desde el arranque, que solo nos interesan las rutas técnicas, jurídicas y, en últimas, estatales, de gestión. El prejuicio contra lo social proviene de la visión de la historia del proceso europeo que Chiovenda, como último de los medievalistas y primero de los modernos, nos trasmitió de la multicentenaria ciencia letrada del proceso europeo occidental con la reimplantación universitaria del studium generale. Esta historia, aunque tan marginal en el estudio técnico del derecho procesal, sigue teniendo un papel del todo fundamental. Por esa razón, por construir y solidificar los supuestos, la tenemos que recorrer con mirada crítica y científica.

Un primer punto de conclusión parece obvio: el trasplante directo de los libros de Chiovenda y del procesalismo italiano de la primera mitad del siglo XX generó una continuidad histórica al parecer obvia, pero profundamente errada, entre el proceso común europeo y los esfuerzos de las nuevas naciones latinoamericanas por entender y gestionar sus propios sistemas de justicia. No diré que tal proceso común europeo no tuviera nada que ver con la justicia local: es cierto que en el crisol europeo de relaciones entre lo romano y lo germánico se construyeron las formas procesales abstractas que luego se trasplantarían a América en la época colonial y luego en la republicana, pero que dominarían tan solo la conflictividad de las élites que las manejaban con mayor desenvoltura e intimidad. Pero estas luchas y acomodaciones entre lo curial y lo popular europeo quedaron como petrificadas y ocultas en su derecho formal; de otro lado, si somos genuinamente chiovendianos, el punto de esta historización era el de descubrir la relaciones de colaboración y oposición entre los derechos sociales y populares dispersos de las comunidades históricas y la capa curial, erudita y estatal de derecho que se fue sobreponiendo a ellas en la medida en que la dominación estatal aumentó su presencia institucional efectiva (pero nunca total en cobertura o penetración, como solo sería posible en una distopía orwelliana). A Chiovenda, pues, le tocaba estudiar el proceso romano-germánico concreto que se dio en Europa, pero a los latinoamericanos nos tocaba estudiar la imbricación de rutas sociales y estatales que dieran cuenta de las realidades locales. La historia de Chiovenda era buena si nos ayudaba a iluminar una comparación relevante y crítica con lo europeo, no si se tomaba, como todavía se hace en la manualística dominante, como historia efectiva de lo local. Esta conclusión es penosamente clara y nos permite ver los vacíos de investigación significativos que tiene nuestra ‘ciencia del proceso’. No es ‘ciencia’ por ser dependiente de la ‘ciencia procesal europea’, sino por producir el tipo de resultados y conclusiones que amplíen nuestra comprensión del objeto de estudio.

A pesar de todo, es posible que la dialéctica de lo romano y de lo germánico pueda ofrecernos alguna ayuda para pensar la conflictividad social de América Latina, aunque las dinámicas no sean, de ninguna manera, idénticas a las europeas. Aquí lanzo algunas de mis sospechas de cómo podrían ser esos resultados cuando los juristas empiecen a investigar, cuando los empecemos a traer de los guetos del pluralismo jurídico (historia, antropología, sociología, sicologías jurídicas) para iluminar nuestra doctrina procesal. Mi primera observación constata que en Europa los bárbaros, al final de cuentas, ganaron: no en vano se abre un arco narrativo que arranca quizás con la invasión de Teodorico en el 488 pero que da vuelta radical con la coronación de Carlomagno rey franco y emperador del Sacro Imperio. De invasores bárbaros a señores imperiales. En esa dinámica, los germánicos se romanizan y se cristianizan, pero de igual manera, lo romano-cristiano se germaniza de manera simbiótica y compleja. Esta macronarrativa se refleja en lo jurídico y es la esencia de la idea de Europa como una ‘familia’ romano-germánica de derechos. Lo ‘romano- germánico’, pues, no es la yuxtaposición de los derechos modernos de Italia, Francia y Alemania (como usualmente se entiende), sino la hipótesis histórica de la formación de un derecho común europeo mestizado por el condicionamiento cruzado entre derechos populares germánicos y un derecho romano curial, erudito y universitario. Pero en nuestro lado del mundo, las relaciones entre lo social y lo estatal siguieron, con toda seguridad histórica, caminos diferentes: los pueblos indígenas americanos estaban primeramente asentados y los europeos invadieron en una época histórica muy diferente al despuntar tecnológico, militar y político de la modernidad. Como sabemos, además, los descendientes de Moctezuma o de Atahualpa no llegarían a ser emperadores continentales. El derecho social no se trasvasó a estructuras generales de dominio, sino que continuó medrando, por otras vías y recursos, en el ayllu y en el ejido campesinizado, en la comunidad, en la localidad, en la municipalidad. El derecho germánico migró y se instaló estratégicamente en las costumbres y luego en los derechos forales, municipales y, finalmente, nacional-estatales; los ‘derechos pachamámicos’, en cambio, se han mantenido en una defensiva latente en las actitudes populares hacia la conflictividad y en las expectativas y constricciones que desde allí le proponen a lo estatal-abstracto. No solo nos interesa la historia de lo amerindio original en el momento de la invasión (encuentro y desencuentro al mismo tiempo), sino también los trasvases de actitudes, creencias y procesos desde lo indígena etnográficamente diferenciado hacia lo social-popular disperso, con su multiplicidad de fuentes y tradiciones que, por necesidad, empiezan a desbordar con mucho el marco de lo predominantemente indígena. Esta historia del proceso sí es relevante para nuestros derechos; el proceso romano-germánico solo lo es como ejemplo académico, en otras latitudes, de un esfuerzo por construir una historia significativa que nos ayuda a comprender nuestro presente y nuestros desafíos. Si el derecho pachamámico no ganó en la competencia por el derecho estatal, como sí lo hizo parcialmente el germánico, no significa que no tenga importancia determinante: lo estatal convive diariamente con las comunidades y con las personas en que se manifiesta una sensibilidad ‘pachamámica’ del conflicto. Lo de ‘pachamámico’ es, por ahora, una mera provocación. Es la historia concreta la que nos dará insumos para una nueva historia del proceso en nuestros países, donde tengamos una mejor información y una mejor evaluación de la forma en que lo social y lo estatal se han integrado. Este tema, además, no es una fruslería académica: es esencial para la comprensión y definición de nuestras políticas públicas de justicia. Al fin y al cabo, lo que los chiovendianos llaman ‘historia del proceso’ es la misma historia general de nuestra comprensión de la teoría y la praxis en la dimensión social de los pares dialécticos concordia/discordia o conflicto/convivencia. Este mundo de sentido y práctica no tiene una buena palabra que, a manera de concepto, lo cubra y describa: no es el mundo del ‘derecho’ (porque hay protocolos sociales de gestión de conflicto por fuera y, a veces, en contra de lo jurídico); no es el mundo del ‘proceso’ (porque esta palabra ha sido capturada por los procedimientos judiciales del Estado); no es el mundo de la ‘conflictividad’ (porque esa palabra no incluye nuestras esperanzas y esfuerzos por lograr paz y convivencia social). Más bien: es el mundo en el que se activan todas las fuerzas, creencias, prácticas e instituciones plurales para lidiar con la realidad perturbadora del conflicto, de la desconfianza y del extrañamiento entre personas y para dar salidas, tramitación y resolución dramática, ética, jurídica y política a la tensión individual y social que se da por la frustración, el desasosiego y las pérdidas tangibles e intangibles que genera la ‘confrontación’ entre seres humanos. Como todas nuestras palabras para identificar disciplinas y campos de acción provienen de la antigüedad grecolatina, una ruta obvia es recordar que en esa lengua ‘paz’ es ‘ειρήνη-eirene’ y que πόλεμο-polemos es guerra. Nuestra ‘logía’ o ‘tratado’ es una expresión de la dialéctica entre ‘eirene’ y ‘pólemos’ que no se ve necesariamente constreñida o limitada por su incompleta apropiación estatal en el ‘derecho procesal’ y, muchísimo menos, en el ‘derecho judicial’. Es un horizonte amplio y complejo, como el que alguna vez quiso indicar el ‘derecho romano-germánico’, mucho antes de la positivización reduccionista del derecho occidental de nuestra época: horizonte amplio porque no rehuía a las explicaciones, difíciles pero esenciales, de la relación entre lo social indiferenciado y lo jurídico especializado. Estas conexiones se hicieron casi que imposibles luego de la injustificada alergia por contacto que el positivismo jurídico le legó a la ciencia del derecho con su rechazo obtuso y sin cuartel al ‘sincretismo metodológico’ . Dentro de nuestras opciones conceptuales también está el concepto de ‘justicia’: la palabra tiene la ventaja de que la dialéctica eirene-pólemos está inscrita en su interior. La gente, frente a la agresión, exige ‘justicia’: la dialéctica acción-reacción está reconocida en la búsqueda de justicia como restablecimiento de la concordia frente a actos de discordia. Pero, increíblemente, al igual que lo que ocurrió con la noción de ‘derecho procesal’, la expresión ‘justicia’ ha sido colonizada intensamente por el derecho hasta el punto en que muchos no ven en ella sino la ‘justicia judicial’. Sin embargo, por sus connotaciones filosóficas y humanas generales, es más probable que la palabra ‘justicia’ llegue a emanciparse del yugo del derecho que la expresión, ya irrevocablemente disciplinar, de ‘derecho procesal’. El sitio que estoy describiendo, con todas sus tensiones, está poderosamente conceptualizado dentro del esquematismo hegeliano como la esfera o mundo del ‘espíritu objetivo’, donde concurren el derecho abstracto, la moral y la ética. Supongo que, por ese sendero, podría uno hablar de las actitudes o del mundo ‘objetivo-espiritual’, pero la terminología hegeliana suena hoy distante y esotérica a pesar de su innegable capacidad de identificar las esenciales interrelaciones de lo dialéctico que se pierden en el pensamiento excluyentemente analítico. De otro lado, las ciencias sociales tienen una nueva ‘ciencia del conflicto’ o ‘conflictología’ o, en la misma vena, han acuñado la expresión ‘conflict resolution’ como designación disciplinar. La etimología de la palabra ‘conflicto’ es útil y poderosa: con-fligere, como verbo, denota la lucha (con evocaciones de trabajo, empujones y golpes) entre dos o varias personas; de ahí proviene el sustantivo conflictus, el desenvolvimiento de esa lucha, del ‘encontronazo’ trabado entre voluntades y deseos antagónicos que engarzados entre sí se empujan, se disputan espacio y compiten por triunfar. En estas conceptualizaciones, sin embargo, la dialéctica del momento subsiguiente (el de la salida del conflicto) sigue sin aparecer con claridad y, además, se invierte el error: la ‘conflictología’ (conflicto resolution studies) ha asumido como objeto de estudio el mundo de la dis-con-cordia, situada muy predominantemente en lo sociopsicológico, con poca interacción con la esfera estatal-jurídica. Sus productos más comunes, además, apelan más a la gerencia de recursos humanos y, en general, a las estrategias de reducción de costos sociales que el conflicto causa dentro de la organización económica tardo-capitalista; o, alternativamente, se elevan a los problemas de paz y guerra entre naciones con una mirada usualmente geopolítica.

Luego de esta revisión preliminar, creo que sería más bien ridículo proponer ahora un nuevo concepto definitivo para una disciplina ampliada de la relación discordia/concordia. Pero creo que lo seguimos necesitando para abrir el espacio mental y práctico que estudiamos en el ‘derecho procesal’. Podríamos utilizar, por ahora, unas muletas conceptuales: cuando lo necesitemos en función del contexto y objeto de estudio, en vez de ‘derecho’ podríamos hablar genéricamente de ‘nomología’, al estudiar las relaciones fundamentales entre ordenamientos normativos. La estrategia positivista ha sido aislar, aunque solo sea metodológicamente, al derecho de la moral, de la ética y de la religión. No tengo problemas con esta ‘purificación’ del derecho, si no fuera que debido a ella tenemos que pagar costos enormes en políticas públicas de justicia y en nuestra comprensión general de la interacción de normas. Dicho de otra forma: Kelsen nos mostró las ventajas de la ‘pureza’ del derecho, pero no sus innumerables costos, y Chiovenda, en cierto sentido, las ventajas de la ‘pureza’ del estudio del proceso estatal como objeto ideal, pero no sus profundos problemas y cegueras

El concepto que busco se parece, por ejemplo, a las conexiones entre ‘religión’ y ‘religiosidad’. ‘Religión’ indica una esfera y mundo de sentido; ‘religiosidad’, de otro lado, expresa las alternativas psico-socio-culturales con que la gente manifiesta su posicionamiento y comprensión de ese mundo religioso. Podemos hablar así de ‘religiosidad clerical’ y de ‘religiosidad popular’ para comprender las distinciones y las imbricaciones. La ‘religiosidad’ es una manifestación de esa dimensión, pero no un ‘tratado’ o ‘ciencia’ de la religión. El tratado o ciencia de lo religioso ha recibido el nombre de ‘teología’. Frente al disenso-consenso, a la discordia-concordia, la gente tiene expectativas, disposiciones, procesos y creencias, llamémosla por ahora, ‘dis-concórdicas’. Este mundo de percepciones y actitudes subjetivas era conocido en la filosofía griega como ‘doxa’ (opinión) y se oponía al tratamiento más científico y esencial del asunto, ‘episteme’ (ciencia). Pero en muchas de las ciencias sociales, la ‘doxa’ es parte principal del objeto de estudio por la ‘episteme’: la gente tiene ‘opiniones’ (conjuntos de creencias, actitudes y expectativas) sobre el conflicto. Tiene así una ‘conflicto-doxia’. Esta ‘conflictodoxia’ puede ser personal e idiosincrática; pero puede ser también compartida, social y comunitaria: cuando la ‘conflictodoxia’ pasa del mero ‘ideolecto’ personal a ser un ‘sociolecto’ compartido, nos acercamos a lo que Chiovenda llamaba el ‘derecho germánico’ como particular elipsis europeo de los ‘derechos populares’ globales. ‘Conflictodoxia’, pues, como análogo funcional de ‘religiosidad’ para nuestro campo de estudio: el barbarismo no satisface completamente, pero puede ayudarnos por ahora a llenar las necesidades terminológicas de una nueva ‘dike-logía’ más amplia y comprehensiva (Goldschmidt, 1958).

Quedan asentadas así dos conclusiones fundamentales de este texto en su dirección programática. Necesitamos una renovación significativa de la historia del proceso que expone nuestro derecho procesal en manuales y tratados, al menos en dos direcciones: en primer lugar, necesitamos una historia de los procesos locales (populares, estatales y su interacción) y no una yuxtaposición inconsciente y forzada del proceso común europeo y del ‘derecho germánico’ sobre nuestra realidad; en segundo lugar, necesitamos advertir con claridad que el ‘proceso’ es un concepto que incluye la imbricación compleja que hace la gente (individuos y comunidades) entre las herramientas de gestión social y gestión estatal de sus conflictos, donde se expresa una ‘conflictodoxia’ . Para la gente, este es un ‘proceso’, es decir, una vía y una ruta que ni comienza ni se consume exclusivamente por los caminos hiperformalizados del ‘proceso judicial’. No es una ruta pautada por la ley, pero sí caminos abiertos a fuerza de andarlos que interactúan con las promesas y amenazas, casi siempre lejanas, de la ley. Nuestro problema científico no es el proceso judicial per se, sino la respuesta personal, familiar, comunitaria y sí, también estatal, a las problemáticas disconcórdicas, en su vertiente objetiva (de daño jurídico y de pérdida de derechos), pero también en su vertiente subjetiva (de estrés y problemática psicosocial). La gente tiene actitudes y expectativas conflictodóxicas y el Estado trata de imponer, con restringido éxito, regimentaciones en el tratamiento de lo disconcórdico. El campo, desde una mirada genuinamente humanista y no solamente mercado-técnica, debe ser visto como un conjunto integrado. La renuncia de la abogacía de ver esta realidad es un punto que la debilita como ciencia normativa y que disminuye su plasticidad y creatividad profesional a la hora de aconsejar y acompañar a las personas ‘en situación de conflicto’.

Este artículo también impulsa a afirmar otra conclusión dentro de la ‘ciencia’ del derecho procesal: la historia es también una ciencia en movimiento y no solo un cliché congelado en el tiempo. La excesiva representatividad que ha asumido ‘lo germánico’ es particularmente nociva si esa historia de lo germánico no se mueve al ritmo dinámico de una investigación medievalista viva y reciente que no ha sido clausurada. La historia chiovendiana de lo germánico es ya bastante antigua y tiene, por esa razón, vacíos descriptivos y evaluativos que los trabajos posteriores, hasta nuestra época, han ayudado a iluminar con el apoyo de nuevos textos, de nueva evidencia y de nueva interpretación. Los resultados no pueden ser definitivos, pero la historiografía más contemporánea ha mostrado la funcionalidad de lo germánico-popular y no solo los vicios premodernos de los que el Estado y el proceso quisieron librarse. Así como Horkheimer y Adorno escribieron una ‘dialéctica de la Ilustración’, para abandonar y criticar los unilateralismos dogmáticos que celebraban la Ilustración como un avance civilizatorio irrestricto, así también debemos ver ‘lo germánico-popular’ con una mirada más dialéctica que nos permita ver sus funciones actuales y su articulación en el amplio espacio de la conflictología. El resultado más importante de esto es la reevaluación de las categorías: ni lo estatal es plenamente ‘racional’, ni lo popular es íntegramente ‘irracional’. Nuestro culto a la razón quiere lograr que el tratamiento del conflicto sea ‘racional’, es decir, orientado a verdades y a consecuencias legales estrictas; pero el tratamiento del conflicto debe ser también contextual y emocionalmente adecuado a las expectativas y al mundo de sentido y de posibilidad de la conflictodoxia personal, comunitaria y social.

En esa actualización del estudio de lo germánico hemos apuntado también a unos hallazgos importantes y, posiblemente, perturbadores: “los hombres, siendo seres ‘pensantes’, pero también seres ‘sufrientes, ansiosos o jubilosos’, continuarán actuando no solo sobre la base de lo que piensan que es ‘racional’ sino también sobre lo que consideran impulsos ‘irracionales’” (Colman, 1974, p. 577) .

La leyenda germánica en Chiovenda es poco interesante por sí sola, y resulta menos interesante si, además, la repetimos como saber dogmático y confesional en América Latina 120 años después. En puridad, no sabemos a ciencia cierta finalmente qué hacían los germanos con los conflictos y cuál era su conflictodoxia. La historia ha avanzado en el análisis de los materiales, pero, al menos en la repetición de los manuales usuales, sigue siendo una comparación especulativa que habla más de lo que nosotros somos hoy en día que de lo que ellos fueron en la Edad Media. La reconstrucción histórica es válida, y hay que aproximarse a ella con rigor y entusiasmo, pero la verdad de la historia se muestra con más claridad en lo que hacemos con ella, en los proyectos de nuestra propia época que fundamentamos en comprensiones del pasado. Compararnos con los germanos para decir que nuestro derecho procesal y probatorio es mejor o más racional es la forma menos interesante quizás de usar estos estudios históricos. En nuestra propia época deberíamos tener más crítica que complacencia: el tratamiento contemporáneo del conflicto tiene suficientes irracionalidades como para montarnos anacrónicamente en la ola del alto romanticismo europeo y anunciar, una vez más, su superioridad institucional. Es hora de tomarnos la ‘ciencia del proceso’ y empezar a hacerla en serio.


Referencias

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